Para ordenar nuestra vida, el Señor nos ha dado los días y las noches. El día habla al día y la noche comunica sus pensamientos a la noche. (Salmo 18, 3). Cada día comienza, en cierto modo, con un nacimiento y acaba con una muerte; cada día es como una vida en miniatura. Al final, nuestro paso por el mundo habrá sido santo y agradable a Dios si hemos procurado que cada jornada le fuera grata, desde que despunta el sol hasta su ocaso. También la noche, porque del mismo modo la hemos ofrecido al Señor.
El hoy es lo único que tenemos para santificar: el día de ayer ha desaparecido para siempre, el mañana está aún en manos del Señor. El ofrecimiento de obras nos dispone desde el primer momento para escuchar y atender las innumerables inspiraciones del Espíritu Santo.
Muchos buenos cristianos tienen la costumbre de dirigir su primer mandamiento a Dios. Y enseguida levantarse. No hay porque adaptarse a una fórmula concreta, pero es conveniente tener un modo habitual de hacer esta práctica de piedad. Es muy conocida esta oración a la Virgen: ¡Oh Señora y Madre mía! Yo me ofrezco del todo a Vos, y en prueba de mi filial afecto os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo tuyo, ¡oh Madre de bondad!, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.
En la Misa encontramos el momento más oportuno para renovar el ofrecimiento de nuestra vida y de las obras del día. En el altar ponemos la memoria, la inteligencia, la voluntad... Además, familia, trabajo, alegrías, amores, ilusiones, dolor, preocupaciones. Y en el momento de la Consagración se lo entregamos definitivamente a Dios.
Vivamos cada día como si fuera el único para ofrecer a Dios y así oiremos a Jesús que nos dice como al buen ladrón: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.