La fecundidad de todo apostolado estará siempre muy relacionada con esta virtud. Imitar a Jesús en su mansedumbre es la medida para nuestros enfados, impaciencias y faltas de cordialidad y de comprensión. Especialmente, la contemplación de Jesús nos ayudará a no ser altivos y a no impacientarnos ante las contrariedades. Nuestro carácter no depende de la forma de ser de quienes nos rodean, sino de nosotros mismos.
La mansedumbre no es propia de los blandos; está apoyada, por el contrario, sobre una gran fortaleza de espíritu. El mismo ejercicio de esta virtud implica continuos actos de fortaleza. Así como los pobres son los verdaderamente ricos según el Evangelio, los mansos son los verdaderos fuertes. La materia propia de esta virtud es la pasión de la ira, en sus muchas manifestaciones, a la que modera y rectifica de tal forma que no se enciende sino cuando sea necesario y en la medida en que lo sea.
Ante la majestad de Dios, que se ha hecho Niño en Belén, todo lo nuestro adquiere sus justas proporciones: su contemplación nos sirve para avivar nuestra oración, extremar la caridad y no perder la paz. A la mansedumbre, íntimamente relacionada con la humildad, no se opone una cólera santa ante la injusticia. No es mansedumbre lo que sirve de pabellón a la cobardía. La ira es justa y santa cuando se guardan los derechos de los demás; de modo especial, la soberanía y la santidad de Dios.
Las manifestaciones de violencia son en el fondo signos de debilidad. Los mansos poseerán la tierra. Primero se poseerán a sí mismos, porque no serán esclavos de su mal carácter; poseerán a Dios porque su alma se halla siempre dispuesta a la oración, y poseerán a los que los rodean porque han ganado su cariño. Hemos de dejar a nuestro paso el buen aroma de Cristo: nuestra sonrisa, una calma serena, buen humor y alegría, caridad y comprensión. Contemplar al Niño Jesús nos ayudará a ser humildes.