La templanza

Cuando el hombre fue creado, vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho. Todo el hombre, en cuerpo y alma, está llamado a alcanzar la vida eterna. La Iglesia siempre ha reconocido la dignidad del cuerpo humano y de todo lo creado; nadie como Ella ha enseñado la dignidad y el respeto que se debe al cuerpo.

A causa del pecado, muchos dejan a un lado las leyes divinas y ponen como fin lo que Dios puso como medio. Quienes abren la puerta a todo lo que piden los sentidos, difícilmente podrán ser dueños de sí mismos y alcanzar a Dios; están embotados y hasta embrutecidos para lo divino. En un ambiente en el que lo importante es el cuerpo, su salud, su cuidado, su presentación, es imposible que la vida cristiana arraigue y de frutos. Conviene que estemos atentos en no cifrar el éxito en tener más y en la ostentación de lo que se posee.

La Iglesia nos recuerda continuamente la necesidad de la templanza, que en lo humano exige dominio de sí y, con el sacrificio, impide que quede sofocada la semilla divina sembrada en el corazón. La templanza humaniza al hombre; cuando no se vive, la inteligencia y la voluntad quedan sometidas al instinto y a las pasiones.

La templanza no es represión, sino moderación y armonía. Vivir esta virtud supone andar desprendido de los bienes, no crearse necesidades, no realizar gastos inútiles, tener moderación en la comida, en la bebida, en el descanso, en los paseos y prescindir de los caprichos.

Con nuestra vida hemos de enseñar que "el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene", y sólo podemos hacerlo con una vida sobria y templada.

La virtud de la templanza ha de impregnar toda nuestra vida: desde las comodidades del hogar hasta los instrumentos de trabajo y el modo de divertirnos. La Iglesia nos presenta los alimentos como un don de Dios, y por eso nos aconseja la bendición de la mesa y la acción de gracias. La templanza también hace referencia a la moderación de la curiosidad, del hablar sin medida. La templanza nos dispone para recibir las mociones del Espíritu Santo y nos es indispensable para realizar un apostolado eficaz. Al contemplar la vida de nuestra Madre, pidámosle que nos ayude a vivir con delicadeza esta virtud.