Racionalismo e Irracionalismo

El irracionalismo actual no es otra cosa que el desarrollo de la irracionalidad que lleva en sus entrañas todo racionalismo. El irracionalismo no es la simple irracionalidad, sino la tesis de que en el saber todo da lo mismo. "Pues vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que de acuerdo con sus pasiones se rodearán de maestros que halaguen sus oídos, y apartarán, por una parte, el oído de la verdad, mientras que, por otra, se volverán a los mitos". Este texto de s. Pablo describe perfectamente una tentación general de todos los hombres, a saber, la de acomodar la verdad a sus deseos y pasiones, pero vaticina un tiempo futuro especialmente aciago en el que, abandonando la sabiduría cristiana, recaerá el hombre en el pensamiento mítico, o sea, en la arbitrariedad de un saber y de un vivir desnortados. Cuándo vaya a acontecer y qué duración tenga ese tiempo no lo dice el Apóstol, pero sus palabras ayudan a entender el clima cultural de España y de Occidente en nuestros días. Hoy no se soporta la sana doctrina: al aborto se le llama interrupción del embarazo, a la sodomía se le llama matrimonio, al homicidio de ancianos y enfermos se le llama muerte buena, a la deformación y corrupción de menores se la admite como adopción, a la virtud se la considera debilidad, al vicio se lo ensalza como mérito; se considera venganza a la justicia, mientras que se exculpa a los injustos; se protege a los delincuentes, mientras se deja desvalidos a los que cumplen la ley; se protege a los animales, pero se mata a seres humanos para obtener tejidos u órganos. La lista podría hacerse interminable sin que añadiera nada que Vds. no sepan, pero el resumen de tanta sinrazón son las palabras de s. Pablo: nuestros tiempos no soportan la sana doctrina. ¡Ah, pero eso sí!, muchas de esas posturas irracionales e inhumanas se sostienen en nombre de la ciencia, ¡todo ha de ser sacrificado al progreso científico!, y lo que se califica de progreso científico suele coincidir la mayoría de las veces con el dictado de las pasiones. Si lo que ha de ser evitado por razones morales e incluso higiénicas es la promiscuidad sexual, entonces lo aséptico y socialmente aceptado es el uso de preservativos, y, para mayor seguridad, de abortivos. En nombre del progreso científico se exige la clonación de seres humanos con «fines terapéuticos», la congelación de embriones humanos o la fabricación de hombres como bancos de órganos. La idea de que toda posibilidad científica, sea moral o no, ha de ser experimentada, no nace del amor a la verdad, sino del deseo de éxito, tal como suele decirse: «porque si no lo hago yo, lo hará otro». En verdad, so capa de progreso, lo que buscan quienes eso dicen es la fama y el dinero. Como hemos oído a s. Pablo, se rodearán de maestros que estén de acuerdo con sus pasiones; al igual que los dioses de las mitologías están cortados según el patrón de las pasiones humanas, así también lo están las metas de la ciencia de estos pseudo-científicos. Pero si la ciencia o el buen juicio les llevaran la contraria o simplemente retrasara la satisfacción de sus apetencias, están prestos a reducirlo todo en último término a un asunto de opiniones, es decir, para el que no existe la verdad o, al menos, en el que quedamos anestesiados respecto de ella bajo el anonimato de las encuestas o de las campañas propagandísticas. Lo cierto es que nunca ha habido hasta ahora una época en que se supieran más cosas. El hombre hace tiempo que pisó la luna y envía sondas cada vez más lejos, otea el universo con instrumentos de precisión que superan todos nuestros sentidos, puede ver casi sincrónicamente lo que ocurre en sus antípodas, puede oír casi sin retraso lo que se dice a miles de kilómetros de distancia, se hacen experimentos con substancias que ningún ojo puede alcanzar a ver, incluso se sabe de substancias que no emiten señales. La biología descubre cada día nuevos comportamientos de las moléculas que componen los seres vivos, se ha establecido el código genético humano, se han descubierto las células madre que en el futuro harán innecesarios muchos transplantes y operaciones. Conocemos leyes estadísticas que describen el despliegue de las partículas elementales, tenemos alguna idea de las proporciones o números que regulan el universo. Física, Geología, Astronomía, Biología, etc., aparte de innumerables disciplinas técnicas, están en frenético desarrollo. Y sin embargo, cuanto mayor es la cantidad de nuestros conocimientos menor es la profundidad de nuestra intelección: nuestra época está sumida en la insipiencia. No sabe nada acerca de las ultimidades, niega la existencia de Dios, reduce al hombre a la condición de animal, cuando no de cosa, y concibe el universo como un mecanismo imbécil. Conocemos muchas cosas, pero no sabemos nada en profundidad. A esta mezcla inseparable de irracionalismo y de racionalismo, de arbitrariedad y de pretendida ciencia, es a lo que alude el título de mi conferencia. Siempre que se separa uno de la sana doctrina tiene que justificarse amparándose en alguna pseudo-racionalidad, –no importa cuál–, pero, al final, se termina en la irracionalidad del capricho. Naturalmente, para entender lo que nos sucede no basta con describir los síntomas de los males que nos acucian, como acabo de hacer, es preciso, sobre todo, (I) buscar su etiología histórica, (II) señalar el problema de fondo, y (III) acabar perfilando las expectativas sapienciales de nuestra época, extremos que me apresto a exponer por ese orden. La etiología histórica ¿Qué es lo que nos ha llevado a una tan dislocada situación histórica? Sin duda alguna que la libertad humana, la cual no es asunto sólo de voluntad, sino que implica a toda la persona, empezando por la inteligencia. Y, desde luego, a esto no se ha llegado por casualidad ni de golpe, sino tras muchos siglos de empecinamiento en muchos errores. Como filósofo, no puedo menos de intentar dirigir la mirada a la raíz de todo este desconcierto, raíz que encuentro en una tentación histórica, que se hizo dominante hace siglos. En efecto, una pretensión imposible e insipiente se adueñó del ánimo del hombre moderno, a saber, la de saberlo todo con evidencia. Esta pretensión tuvo su comienzo en el racionalismo y ha terminado en el irracionalismo. Aunque parezca que hablo de un problema abstracto y que sólo tiene que ver con tesis demasiado teóricas y separadas de la realidad, no es así: proponer reducir la verdad a sólo lo evidente es una tentación cognoscitiva que lleva implícita una voluntad de dominio sobre el saber, la cual termina por anular todo misterio, toda trascendencia. Precisamente por racionalismo se ha de entender la pretensión de que sólo se puede admitir como verdaderamente sabido lo que se demuestra, y de que, en consecuencia, saber es demostrar. Demostrar es ver algo con necesidad y certeza, basándose en algún conocimiento evidente y sirviéndose de un procedimiento también evidente. No cabe duda de que demostrar es una forma de saber, pero tampoco cabe duda de que el saber no se reduce a la demostración, más aún, si sólo se supiera lo demostrado, no cabría ni tan siquiera demostrar, como espero dejar claro en el próximo apartado. Pero volvamos a la historia del pensamiento. La primacía del conocimiento demostrativo en el orden del saber es la tesis inicial del racionalismo: se empieza por dar preferencia en la verdad a lo evidente, y se continúa por sostener que el conocimiento más alto es el conocimiento matemático-demostrativo. Pero, una vez aceptada, esa primacía casi imperceptiblemente se convierte en la equiparación entre conocimiento verdadero y conocimiento demostrativo, de tal manera que se pasa a estimar que los conocimientos no evidentes no merecen el nombre de conocimientos verdaderos. El conocimiento demostrativo encuentra su terreno más exitoso en las matemáticas, por lo que los primeros racionalistas intentan imitar las matemáticas en filosofía: como en matemáticas sólo es verdadero lo que se demuestra, así en filosofía sólo deberá ser verdadero lo que se demuestra. Pero al introducirla en el campo de la filosofía la tesis se agudiza: la expresión más pura del racionalismo se alcanza en la noción de causa sui de Espinosa y en el argumento ontológico leibniziano. Esa noción y ese argumento no son sino la suposición de que la realidad y la verdad absolutas son aquellas que se autodemuestran. Desde luego, esta primera generación de racionalistas pone la autodemostración en Dios, no en el hombre, pero con ello sitúan inexorablemente al hombre a la altura de Dios, dado que, si algo se autodemostrara, nada suyo quedaría sumido en el misterio: el conocimiento de Dios por el hombre habría de ser esencialmente completo. De esta manera, no queda negado Dios, pero sí queda negada o impedida la revelación. El primer paso en firme del racionalismo es el deísmo, la reducción de la revelación a la filosofía. Mas téngase en cuenta que, si Dios fuera el ser que se autodemuestra, también sería el ser que nos haría buenos con solo conocer su autodemostración. Es el optimismo ilustrado, según el cual la mejora moral del hombre es consecuencia directa y necesaria de la perfección del conocimiento demostrativo. No tardó mucho, sin embargo, la modernidad en desarrollar un modo nuevo y propio de demostración distinto del matemático, aunque apoyado en él: se trata de la demostración técnica. La ciencia moderna propuso demostrar produciendo físicamente las hipótesis proyectadas mediante la reducción racional de los datos de los sentidos. Demostrar es, así, producir lo hipotéticamente supuesto, poner ante los ojos y las manos lo que se finge con la razón. Para ello el demonstrandum se ha de convertir en hipótesis, porque todo el criterio de la verdad recae en los sentidos, no en la razón, la cual sólo es empleada en reducir la amplitud de los datos reales a unos pocos significativos y en guiar a la imaginación para encontrar un procedimiento experimental que haga sensible lo intelectual. Por ejemplo, Newton propone hipotéticamente que la luz se compone de siete colores, a los que por eso considera básicos. Esa hipótesis queda convertida en conocimiento real, si yo, mediante un artefacto, produzco físicamente el blanco a partir de esos siete colores. Demostrar consiste en producir ante los sentidos lo que se idea. Se trata de una producción demostrativa o de una demostración productiva[1]. Este nuevo modo de demostrar afectó al racionalismo inicial, haciéndolo más reduccionista. Como es lógico, el nuevo racionalismo resultante ya no excluirá solamente la revelación, sino a Dios mismo. Puesto que a Dios, como Dios, nadie le ha visto ni le puede ver (1Tim 6, 16), será imposible ponerlo ante los ojos y menos aún producirlo. De ahí el agnosticismo y el ateísmo científicos resultantes: Dios es una hipótesis innecesaria e inútil para quienes sólo admiten lo que producen. Pero, a pesar de eso, algunos osados, intentando unir el primer racionalismo con este segundo, tan aparentemente exitoso, pretendieron incluso producir a Dios o, mejor y más exactamente dicho, asistir a la autoproducción o autoconstrucción de Dios, no con los ojos del cuerpo, pero sí con los del espíritu. Son los grandes idealistas alemanes, especialmente Schelling y Hegel. El fracaso cantado –porque Dios no sería tal, si tuviera que producirse– de estos idealistas, y de la síntesis de ambos modos de demostración, trajo como consecuencia dos nuevos reduccionismos. Por un lado, los posthegelianos sostuvieron que Dios no es más que un producto de la imaginación del hombre, pero que si el hombre no puede producir realmente a Dios, ser imaginario, ciertamente ha de poder producirse a sí mismo: es el ideal marxista que se funda no en la ciencia empírica, sino en la dialéctica histórica, la producción del hombre por el hombre. Por otro lado, el fracaso del proyecto hegeliano recondujo todas las esperanzas modernas hacia la línea de avance de la ciencia empírica, único camino con aparente éxito para la demostración productiva. El ideal de progreso indefinido se encomendó, pues, definitivamente a la ciencia, sea dialéctica o empírica, con la esperanza de que el progreso científico haría bueno al hombre y eliminaría incluso la muerte[2]. Para ambos reduccionismos sólo es real lo científicamente producido, de manera que todo lo que la humanidad no puede producir prácticamente con sus manos y ante sus ojos es o irreal o, como mucho, asunto meramente subjetivo, sentimental, que no es verdadero saber o que es pura opinión particular e irrelevante. Así se viene a sostener que sólo podemos conocer verdaderamente lo producido o producible por el hombre. El hombre productor se convierte en la medida del conocimiento, pero al precio final de que la producción se convierta en la medida de la antropología. La crisis de la ciencia, las dos guerras mundiales y la caída del socialismo soviético dejó al hombre del s. XX sin la evidencia a la que había apelado de modo tan abusivo. La ciencia descubrió que sus pretendidas producciones demostrativas, no eran demostrativas. Las dos guerras mundiales dejaron claro que el avance científico-técnico no lleva consigo necesariamente una mejora moral del hombre. Y la caída del socialismo soviético puso a la luz que, cuando el hombre se intenta producir a sí mismo, se convierte en esclavo de las peores tiranías. Todos estos desengaños han dejado a los admiradores de la ilustración sumidos en la perplejidad. La evidencia de la demostración productiva, que parece la más indudable, no sólo no es infinita, sino que ni tan siquiera sirve para saber vivir humanamente. Por eso se apela finalmente, en nuestros días, al sentimiento, a la razón débil (es decir, no demostrativa), e incluso a la irracionalidad: «disfruta de tus contradicciones», «quiero ganar tiempo para perderlo», «antes muerta que sencilla», son lemas que vemos en nuestras calles y paradas de autobuses, y oímos en canciones de moda, y que traducidos al lenguaje racional significan: haz lo que te apetezca en cada momento, no te comprometas con nada, vive aleatoriamente. Ellos nos incitan por fas y por nefas a que abdiquemos de la racionalidad, a que vivamos sin aquellos criterios racionales que eliminan las falsas creencias y los absurdos, a ir contra la razón, no sea que sigamos sus indicaciones positivas, las cuales, por cierto, nos estimulan a creer en lo suprarracional, pues no hay nada más razonable que creer que existe una verdad que sobrepasa nuestra razón. En resumen el mensaje es éste: créete cualquier cosa, pero no creas en nada. El precursor de esta mezcla insostenible de irracionalidad y de racionalidad fue Nietzsche, el hombre que escribió un montón de volúmenes para intentar convencer a los demás de (que es verdad) que no hay verdad, sino que la verdad es lo que los superhombres quieren. Nietzsche sostiene que la verdad no existe, sólo es una máscara de la falta de voluntad, pues cuando se tiene la fuerza de voluntad de no querer nada más que el propio querer, entonces será verdad lo que uno quiera. Ahora bien, si la verdad no existe, ni siquiera esto que ha dicho será verdad, únicamente será la expresión de lo que Nietzsche quiere, y como lo único que quiere es mantener su propia voluntad en cada momento, tampoco será verdad que lo que él llama «voluntad de verdad» sea una máscara de la falta de voluntad, sino, al contrario, será (para él) un truco para imponernos su particular voluntad. Nietzsche es, pues, un enorme mentiroso, un embaucador, al que lo único que le importa es que los demás le presten atención y se sometan a su vacío juego. Es un genio maligno, o un diablo retórico, que sólo pretende llamar la atención, pero no nos informa de nada, o lo que es igual, dice sólo lo que quiere y porque quiere[3]. En nuestros días quedan restos del viejo racionalismo, pero patéticamente adornados de una insolente irracionalidad. La Economía, un saber práctico de importantes repercusiones sociales, lleva sus pretensiones de racionalidad a extremos irracionales: todo lo humano es reducido a economía. Como existe una economía de la familia, una economía de la educación, una economía de la religión, etc., son las leyes económicas las únicas que pueden regular y medir racionalmente todo lo humano: la conveniencia del amor, el número de hijos, la utilidad o inutilidad de los vicios, la bondad de la religión, etc[4]. Cuando la vida, la familia, las personas, el bien común y la religión son evaluados exclusivamente en términos económicos, entonces estamos ante el economicismo, una variante decadente del racionalismo[5]. Por su parte, algunos biólogos, los científicos del momento, junto a averiguaciones de alto interés, hacen afirmaciones horras de sensatez. Basada en el análisis, la biología descubre genes, enzimas y substancias químicas que condicionan el desarrollo y las funciones de la vida orgánica, pero queda incapacitada por su propio método para entender la vida, que no es analítica, sino sistémica. Y así, no se ha conseguido avanzar ni un solo paso en la teoría de la vida, sino que se sigue creyendo mitológicamente en la teoría de la evolución dieciochesca[6], remendada, desde luego, pero en neta contradicción con la razón y con muchas averiguaciones científicas. Y todavía es más llamativa la confusión de muchos biólogos entre las nociones de condición y causa, digna de etapas más infantiles de la inteligencia. Así, por ejemplo, se oyen de vez en cuando en boca de algunos portavoces de la ciencia afirmaciones tales como la de que “se ha descubierto la enzima que determina el pensamiento o la conciencia”. Si fuera verdad lo que dicen, entonces no serían ellos los que habrían descubierto dicha enzima, sino la enzima misma que los hace pensar, por lo que tampoco deben ser ellos los que hablan, sino la enzima por ellos; naturalmente uno le quedaría muy agradecido a esa enzima si, en vez de hablar por portavoces, hablara en directo, puesto que si ella fuera la causa del pensamiento, no seríamos nosotros los que pensáramos ni hiciéramos ciencia, sino las «sabias, humildes y calladas» enzimas, que ni tan siquiera reclaman la patente de sus revelaciones. Tan insensata como ésta, pero en la misma línea, es la afirmación de ciertos autores, autodenominados socio-biólogos[7], de que en realidad los seres vivos no son sino medios que utilizan los genes para multiplicarse mejor, y así sobrevivir más eficientemente. Alguno de ellos llegó a decir que «la gallina es realmente la forma en que los genes de la gallina hacen más copias de sí mismos»[8]. Naturalmente, como se trata de «sociobiología», eso mismo habría de decirse del hombre y de la inteligencia: son sólo medios de los genes para adaptarse mejor al mundo. La estolidez de estas afirmaciones, que no sólo se autoanulan a sí mismas como afirmaciones –puesto que reducen la verdad a una estrategia genética[9]–, sino que convierten a sus autores en meros oráculos de unos genes que nada tienen que decir, deja de manifiesto que la recaída en el mito por parte del pensamiento actual no está a la altura ni tan siquiera de los mitos clásicos, sino que incurre en la irracionalidad del que, solemnemente, no sabe ni lo que dice. El problema de fondo: la incapacidad sapiencial de la demostración Pero, aparte de la génesis y desarrollo históricos del racionalismo, conviene prestar atención al problema de fondo del dúo «racionalismo-irracionalismo», a saber, a la incapacidad sapiencial de la demostración. Consideremos, ante todo, la demostración como saber. La demostración se articula, al menos, en tres momentos: 1) antes de demostrar es preciso saber qué ha de ser demostrado; 2) para demostrar se requiere el uso de unos primeros principios, los cuales no son demostrables[10]; 3) la demostración ha de terminar precisamente en el punto por el que comenzó (Q.e.d.). La demostración no puede ser, pues, el único modo de conocimiento, ni tan siquiera el primero, puesto que, para demostrar, antes hay que tener otros saberes que nos suministren la noticia de lo que vamos a demostrar. Tampoco puede ser el conocimiento más alto, puesto que ella requiere el conocimiento y el uso de los primeros principios, los cuales han de ser conocidos mediante saberes más lúcidos que la demostración. Por último, la demostración no suministra, como tal, ningún conocimiento nuevo, no hace avanzar el saber, tan sólo añade certeza y necesidad a lo ya conocido. Pero si la demostración no es el saber primero ni el más alto ni tan siquiera nos hace avanzar en el conocimiento, entonces no puede servir para alcanzar la sabiduría, que es el saber acerca de las ultimidades, es decir, de aquello que se busca por estar más allá de lo sabido, o sea, que no es un sabido ni lo puede ser. En la medida en que sólo proporciona certeza y necesidad a lo sabido, en vez de ser la expresión del poderío de la razón humana, la demostración es más bien el indicio de una debilidad o limitación de nuestro conocimiento. En efecto, ¿para qué haría falta confirmar lo que ya se sabe, si no fuera porque nuestro modo de saberlo es débil en intensidad? Ahora bien, si queremos ganar en certeza o precisión, nos hemos de detener en lo ya sabido, o sea, hemos de dejar de avanzar en la búsqueda. Ha sido Leonardo Polo quien ha sabido ver y poner de manifiesto, por vez primera y con toda nitidez, que el complejo de superioridad moderno se basa precisamente en la limitación mental. La demostración es un incremento de la certeza logrado a cambio de no avanzar, de no conocer nada más que lo ya conocido. La ventaja que proporciona la demostración es que nos da seguridad en lo sabido; su desventaja es, como digo, que no da a conocer nada nuevo. La seguridad es conveniente para la vida práctica: a nadie le gustaría que las medicinas que toma no estuvieran controladas con procedimientos demostrados y seguros, a nadie le gustaría someterse a una operación sin métodos contrastados, es mucho mejor que le diagnostiquen a uno mediante análisis o pruebas que a ojo. Pero de ahí a sostener que el conocimiento más alto es la demostración va tanta diferencia como la que existe entre estar muerto y estar vivo[11]: al muerto ya no le pasa nada, está a salvo de todo peligro, pero preferir la muerte a la vida es un claro indicio de desesperación o de demencia. La evidencia es la paralización del saber en un sabido para incrementar la seguridad con que es sabido, pero la vida es crecimiento, y no está en la paralización que asegura, sino en la prosecución que abre mundos. Es, por tanto, falso e irracional pretender que el conocimiento demostrativo sea el supremo y único modo verdadero de conocimiento. Y sin embargo, ésa ha sido la pretensión del racionalismo, cuya expresión más reducida y neta es: “o se sabe todo, o no se sabe nada”[12]. Esta misma expresión es una muestra patente de la irracionalidad sapiencial del racionalismo. El irracionalismo actual no es otra cosa que el desarrollo de la irracionalidad que lleva en sus entrañas todo racionalismo. El irracionalismo no es la simple irracionalidad, sino la tesis de que en el saber todo da lo mismo. Si porque se conoce algo con certeza se atreve uno a decir que ya lo sabe todo, estará justificado que cuando se descubre que la certeza es insuficiente para el saber y la vida humanos, alguien se atreva a decir que, puesto que no se sabe todo, y, en consecuencia, –según el principio racionalista– no se sabe nada, entonces todo da lo mismo, es decir: el saber no es lo importante ni puede regir la vida, sino que lo importante es la arbitrariedad del querer, del sentir, del hacer. El racionalismo es a la vez racional e irracional. Es racional en la medida en que muchas verdades se pueden demostrar, y es irracional en la medida en que sostiene que lo que no se puede demostrar no es verdaderamente sabido. Tal mezcla, que estaba ya en sus mismísimos comienzos, se ha hecho patente de múltiples maneras cuando se ha desarrollado hasta sus últimas consecuencias. A esa peculiar mezcla de saber y no saber se le denomina, técnica y usualmente, perplejidad. Por ponerles sólo algunos ejemplos de la perplejidad en que está sumida nuestra altura histórica me referiré al pensamiento científico, pues son los científicos los que pasan, en estos tiempos de confusión, por sabios. Como saben Vds., K. Popper, a pesar de negar la condición de verdadero saber a lo no científico, llegó a sostener en el siglo pasado que la ciencia no puede demostrar (verificar), sólo puede falsear[13]; lo que, amén de rebajar drásticamente la soberbia de la demostración productiva, deja a la ciencia reducida a la condición de un mero saber provisional. El famoso B. Rusell hablando de las matemáticas, es decir, del saber demostrativo y exacto por antonomasia, se expresaba así: "la matemática pura es una materia en la que no sabemos de qué estamos hablando o si lo que estamos diciendo es verdad"[14]. La razón que alegan algunos científicos contemporáneos para mantener el cultivo de las matemáticas, a pesar de reconocer la perplejidad de los matemáticos, no es la de su poder demostrativo, sino que: "sería una tontería desechar una disciplina que tiene éxitos tan extraordinarios"[15], o sea, la razón es su utilidad práctica, a la que sirve de sostén último el sentido común, dicen ellos. Y, a la vez que todo el valor de las matemáticas se cifra en el sentido común práctico, siguen pretendiendo que sólo lo demostrado es verdadero[16], como si el sentido común fuera alguna demostración[17]. Entender la ciencia como un saber provisional[18] y las matemáticas como un saber sin verdad, o con el único valor de la utilidad práctica, es declararlas inseparables del no saber, o sea, llenas de incertidumbre. Pero cuando la perplejidad llega a paralizar al científico es en el momento en que se da cuenta de que cuanto más quiere abarcar la ciencia menor es su capacidad de experimentación o de demostración productiva. La pérdida de la capacidad de someter a experimento afirmaciones acerca del universo en su conjunto deja al científico en una situación de desconcierto total; pasa a hablar de opiniones que estarían dispuestas a admitir teorías no demostrables, mas retrocede inmediatamente ante ellas como ante la renuncia a lo específico de la ciencia, y, sin embargo, admite que, por otra parte, si se insiste en la demostrabilidad (verificabilidad), “el precio que tendríamos que pagar es la terminación del progreso científico (entendido en el sentido de descubrimiento de los fundamentos del mundo)”[19]. Como es fácil de ver, la ciencia actual se da cuenta de que la demostración es limitada, pero sigue sosteniendo tozudamente que lo que no se demuestra no se sabe, y acude al expediente de la ciencia aplicada como último baluarte inexpugnable del saber científico. En suma, la mezcla de racionalismo e irracionalismo se ha hecho patente, y paraliza a la ciencia como verdadero saber. Nuestra situación es la de una idolatría de la ciencia, incluso después de descubierta su incapacidad sapiencial. Si la ciencia no es la sabiduría, entonces, como no se está dispuesto a abandonar la idolatría de la ciencia, se prefiere pensar que no existe la sabiduría. Ahora bien, como la tecno-ciencia obtiene constantes triunfos prácticos, todo lo que cabrá esperar de ella serán resultados inmediatos, satisfacciones prácticas, por lo que –una vez caída la falsa esperanza de producir una vida humana socialmente buena como mero fruto del progreso necesario de la ciencia–, cuanto se nos ofrece es utilizar la ciencia a fin de satisfacer los deseos arbitrarios de cada quien. Para nuestros contemporáneos, la verdad no puede ser alcanzada, en realidad sólo sabemos lo que queremos o deseamos, por tanto nos debe bastar con satisfacer nuestros deseos inmediatos. En resumen, la pretensión de que todo haya de ser demostrado, no sólo es irrealizable, es peor, es irracional, en la medida en que sólo puede haber demostraciones y evidencias como fruto de conocimientos que no son demostrables ni evidentes. Por ello, como ya he dicho, en la esencia misma del racionalismo se contiene un profundo irracionalismo, lo que a su vez deja claro que el racionalismo no es sino una mera credulidad, un mito, el mito de la omni-evidencia científica. Este mito no consiste en creer que existen demostraciones, lo cual es verdad, sino en empeñarse en que lo que no está demostrado no se sabe. No es de extrañar que cuando la pretensión de poder demostrarlo todo se viene abajo, el fondo irracional del racionalismo se haga dueño del campo, sin darse cuenta de que su misma irracionalidad está cimentada en la desmedida pretensión demostracionista, que se puede resumir en el aserto antes señalado: o se sabe todo, o no se sabe nada. Sobre esa base, al irracionalismo le basta con que no se sepa todo, para concluir que no se sabe nada. La desmitificación del saber demostrativo lleva al repudio de la racionalidad, pero entonces el hombre queda abandonado a la arbitrariedad en su vida personal y social. La ruina de la cultura moderna no puede ser más palmaria. Balance final de nuestra altura histórica Nos encontramos, sin duda, en una difícil encrucijada: nunca antes se había caído tan bajo como ahora, no porque todos nuestros antecesores fueran mucho mejores que nosotros, sino porque, habiendo alcanzado la humanidad en Occidente cotas de conocimiento y de moralidad muy altas, está cayendo ahora en simas antes desconocidas, concretamente en la abdicación de la racionalidad por parte de los herederos de la más alta sabiduría alcanzada por el hombre, por parte de los herederos de la sabiduría greco-latina y judeo-cristiana. Nuestra cultura camina frenéticamente hacia el suicidio. Los déspotas deslustrados que dirigen nuestros tiempos nos llevan como el flautista de Hamelin, con engañosos sones y como si fuéramos ratas, hacia la destrucción de todos los referentes trascendentales o vinculados a lo trascendente: la persona, la vida, el matrimonio, la inocencia, la virtud, la justicia, la responsabilidad, la libertad, Dios. Dicen lo contrario de lo que hacen, y hacen lo contrario de lo que dicen. Son los herederos culturales de la ilustración, pero ya sin esperanzas de redimir a la humanidad, y por eso no tienen empacho en llevarnos al precipicio, utilizando todos los medios de difusión posibles para tapar su desesperanza y para taparnos los ojos ante la mayor amenaza sufrida por el hombre, que no es el final del mundo, sino vivir sin buscar la verdad, sin amar la vida, sin respetar la dignidad del hombre, sin hacerse responsable de la propia libertad: vivir sin Dios. Pero por debajo de la disolución política y publicitaria, en la sociedad occidental se mantienen encendidos los rescoldos de la sabiduría tradicional, testigos vivos, aunque silenciados, de una vida mejor y llena de esperanza, de una razón que se somete a la verdad y no pretende suplantarla por apariencias ilusorias y alienantes. Toca en nuestros días poner en marcha la resistencia social a la irracionalidad, la resistencia social al despotismo deslustrado que pretende dirigirnos. Hay que resistir a la arbitrariedad en el obrar con la difícil sencillez de la moralidad practicada, hay que resistir a la arbitrariedad en el decir con la difícil sencillez de la fidelidad a la verdad, hay que resistir a los modos y a las modas de los desesperados con la difícil sencillez del que todo lo espera, del que va a contracorriente, pero sabe que la paciencia todo lo alcanza[20]. Naturalmente, de una situación semejante no se sale con meras recetas teóricas, pero sería un mal consejo menospreciar la importancia radical del saber. Me he esforzado por mostrar cómo el origen histórico de nuestra situación parte de un error que para la mayoría pasa desapercibido, pero que configura los planteamientos incuestionados de que parten nuestros tiempos. La recuperación y el relanzamiento de nuestra altura sapiencial es requerida, si queremos hacer frente con la verdad al desafío en que estamos inmersos; por tanto, lo primero de todo, al menos jerárquicamente, es resistir a la arbitrariedad en el saber y vencerla con la difícil sencillez de la doctrina sana, aquella que se ha perdido oficialmente en nuestros días. Pero ¿qué es la doctrina sana? Desde luego es el cristianismo, mas no sólo el cristianismo, el cual se presenta como fermento y como sal[21], no como la masa ni como el alimento a salar. Para resistir firmes a la irracionalidad hace falta también la ayuda de la sana razón, del saber humano, tanto teórico como práctico. Yo sólo me referiré, como filósofo, al saber puro, cuyos errores, como demuestra la historia moderna occidental, obscurecen incluso hasta el norte del saber práctico. Desgarrada interiormente por la insostenible y enajenante mezcla de racionalismo e irracionalismo, nuestra época nos reclama con urgencia la restauración de la sana doctrina, de aquella sencillez de espíritu que no desconfíe de la verdad, sino que la busque sin temores y sin afanes interesados. Sólo que la verdad no admite urgencias, sino larga y paciente búsqueda. Precisamente ésa es la ventaja de la filosofía. La filosofía desdramatiza, serena el ánimo. La que es una situación histórica espeluznante, se convierte para el filósofo, por cuanto que ella depende de ciertos errores, en una oportunidad para buscar sin miedos ni prejuicios la verdad. Y no se piense que es más fácil encontrar el camino de salida intelectual que alcanzar compromisos prácticos. La búsqueda de la verdad depende de la libertad, y es una imprevisible aventura que sólo los más osados –o los que, como filósofos cristianos, sabemos que la verdad nos espera y se pone en nuestro camino antes de que empecemos a buscarla[22]– se atreven a emprender, pues nunca acaba. Por ventura para nosotros, los que organizamos este acto, no sólo hemos descubierto el error del racionalismo, sino que hemos encontrado un maestro que ha abierto nuevas vías para la búsqueda de la verdad; porque no es lo mismo saber que un camino lleva al error que encontrar caminos que lleven a la verdad, no es lo mismo saber que algo es falso que cambiar el modo de saber que a lo falso lleva. En efecto, Leonardo Polo no sólo ha sabido detectar el error de los modernos, sino que ha abierto caminos de avance para el saber, sin eliminar lo que de verdadero se contiene incluso en los errores. Por decirlo de modo que enlace con las averiguaciones precedentes, Polo ha encontrado la manera de llevar la búsqueda filosófica rigurosa justo a lo no evidente, por caminos que están al margen de la demostración. Cabe un rigor no demostrativo, sino mucho más profundo. Ese rigor se llama congruencia. No basta para que algo sea verdadero con que no se contradiga, ése es un requisito necesario, pero no suficiente. La congruencia es la plena conveniencia del método con el tema, de la inteligencia con la realidad. No es la mera adecuación, sino una positiva compenetración entre el intelecto y la realidad que hace refulgir los verdaderos en su inserción en la verdad y con los demás verdaderos. La congruencia es de índole donal, es cierta sobra y exceso que nace de la confluencia entre el modo en que se busca y la verdad buscada, cuando se la busca puramente, sin pretensiones de dominio ni prejuicios de seguridad. Es una armonía y sencillez que supera la mera coherencia, la cual suele ser unilateral; es, por consiguiente, una armonía multilateral, que sólo puede engendrarse en el entendimiento por la unión fecundante con la verdad[23]. Pondré algunos ejemplos. Desde luego, nadie cree lo que demuestra, sino que lo sabe con certeza; pero sólo quien cree racionalmente sabe lo que hace al demostrar. La fe racional en la inmortalidad del alma es superior al conocimiento demostrativo, pues sólo tiene sentido demostrar para quien desea saber atemporalmente, o, lo que es igual, con validez para todo tiempo y lugar. La inmortalidad es, pues, «condición» de la tarea demostrativa: nadie intentaría demostrar nada si no pretendiera saber de una vez para siempre, o sea, intemporalmente. Pero, precisamente por eso, la inmortalidad no cae de modo directo bajo la prueba de la demostración[24], sino que es asunto más sutil, asunto de congruencia: para demostrar tengo que ser intemporal. Igualmente, la existencia de Dios no es asunto de demostración objetivante: ni se puede poner a Dios delante de los ojos ni se puede encontrar ningún de- desde el que de-mostrarlo, es decir, algo jerárquicamente anterior o superior desde donde iluminarlo[25]. La existencia de Dios es atisbada, sin embargo, por la congruencia: carecería de sentido entender, si no existiera la verdad; la verdad no es un contenido de la mente ni la causa de que yo entienda o su condición de posibilidad, sino el ámbito al que se abre y en el que se mantiene en búsqueda el entender. El entendimiento y la verdad van a la par, no uno delante de otro, sino en mutua compenetración. En este sentido, la verdad y el entender han de ser congruentes, y eso indica que la verdad ha de ser inteligente, o sea, no menos que yo, que la busco acogido por ella, por donde vislumbro ha de ser una persona. De este modo, por congruencia atisbo que la verdad no es sino otro nombre de Dios, pues lo único que añade el nombre de Dios a la verdad es que la verdad es una persona[26]. Estas indicaciones no son razonamientos demostrativos, no me permiten objetivar a Dios ni poner delante de mí lo atisbado, sino que sólo abren mi intelección, me permiten darme cuenta[27] por congruencia de lo que no puedo poner en mi presencia, es decir, de lo que yo soy o ante cuya presencia[28] estoy. La tarea de la filosofía para nuestro tiempo es desarrollar un modo de intelección superior al demostrativo, un modo de intelección que pueda sacar del círculo «racionalismo-irracionalismo» al pensamiento occidental; porque no acontece sólo que el racionalismo degenere en irracionalismo, sino también que el irracionalismo, por su carácter disolvente, puede provocar de nuevo una vuelta al racionalismo. No piensen Vds. que los racionalistas fueron unos locos que arbitrariamente optaron por una exagerada pretensión. La coartada del racionalismo fue y será la seguridad en el saber, porque la seguridad había sido puesta a prueba históricamente por una mala versión de la trascendencia. En efecto, un fraile medieval llamado Ockham pensó, por reacción extrema ante los averroístas latinos, que la esencia de Dios era la omnipotencia[29], y al proponerlo así introdujo una terrible confusión en la filosofía: si Dios fuera omnipotente por esencia, entonces lo esencial y principal sería el poder, y las criaturas tendrían que ser nulipotentes, o lo que es igual, carecer de esencia. ¿Por qué? Porque el poder es un bien que no se puede compartir, no es un trascendental. De manera que Dios quedó convertido en adversario de las criaturas, pues para que Él pudiera tener todo el poder hacía falta que las criaturas no tuvieran ni una pizca, o sea, quedaran desposeídas de esencia[30]. De la esencia de Dios, antes de Ockham, se había dicho que era: o bien el ser, o bien el entender, o bien el amor. Pero tanto el ser como el entender y el amor son comunicables sin que por ello se pierdan, en cambio, el poder no puede ser compartido sin perder lo compartido. De ahí que si Dios fuera omnipotente en su esencia, entonces las criaturas no podían tener ningún poder y ninguna esencia. Las criaturas quedamos así reducidas a la condición de puros términos del poder omnímodo de Dios, de manera que lo que somos, entendemos y queremos es pura determinación particular del querer omnipotente y anulante de Dios. Y este fraile franciscano llevó tan lejos las consecuencias de su propuesta que sostuvo que la omnipotencia de Dios era la causa de nuestro conocimiento, de manera que Dios había de poder incluso producir en nosotros la noticia de la presencia de una cosa sin que esa cosa estuviera realmente presente. La consecuencia inmediata de semejante aserto era la absoluta inseguridad para el saber humano: nunca se podía estar cierto de la existencia de nada, el hombre tendría que conformarse con conocer sólo apariencias. Para recuperar la confianza perdida en el saber humano los primeros filósofos modernos hubieron de reconquistar el saber de las garras del dios ocamista. Tal recuperación no podía hacerse ya con la mera confianza en la verdad, sino que había que apelar a la evidencia o presencia mental. De manera que el recurso a la demostración como único modo de saber no es más que una reacción frente al abusivo dios de Ockham. De esta manera la demostración obtuvo la primacía en el conocimiento y, junto con ella, la unicidad de la verdad. Como ven Vds., no es que los racionalistas fueran de entrada unos hombres soberbios que lo tergiversaran todo, y que quisieran negar la existencia de Dios. Su pensamiento se formó primero a la defensiva, con el propósito de revalidar la certeza para el entendimiento humano mediante el recurso a la evidencia demostrativa, y por cierto para detener las deletéreas consecuencias del pensamiento de uno de los nuestros, un cristiano que sostenía que Dios era esencialmente poder. Todos los ateísmos, todas las aberraciones modernas tienen como coartada al dios de Ockham. El irracionalismo de Ockham provocó y provoca a la filosofía posterior a una racionalidad inmoderada, que incurre en una implícita, pero grave irracionalidad (aceptar el dios de Ockham). Pues bien, la tarea filosófica de nuestro tiempo no es la recuperación del racionalismo, sino alcanzar un saber que evite semejantes vaivenes. Nuestra época, precisamente por la insostenible mezcla de racionalismo e irracionalismo que la caracteriza, nos ofrece la oportunidad de restaurar la sana doctrina y nos urge a hacerlo. Podemos restaurar la sana doctrina simplemente volviendo a la filosofía cristiana anterior a los errores modernos, lo que sin duda tiene el peligro de una recaída futura en los mismos problemas, o en problemas semejantes a los que nos acucian, es decir, a tener como futuro de nuevo lo que ahora estamos pasando. Pero también se puede restaurar la sana doctrina incorporando las lecciones que nos suministran los errores modernos, pues no existe el yerro absoluto, sino que a todo error subyace alguna verdad. La propuesta de Leonardo Polo es esta última: volver a la sana doctrina, volver a la búsqueda confiada de la verdad, pero sin desconocer el error moderno, antes bien abandonando la seguridad del límite mental, que es el constitutivo tanto de la pretensión de saberlo todo como del agnosticismo, y, en última instancia, el responsable último de la indiferencia ante la verdad, propia del irracionalismo. La demostración, como hemos visto, no es el único modo de conocer verdaderos, ni siquiera es un modo de conocer la verdad transcendental, antes y después, por encima y por debajo, se dan otros modos de saber más sutiles, menos seguros, pero más rigurosos, más ricos, más altos, más intensamente verdaderos. L. Polo ha desarrollado precisamente una filosofía al margen de la evidencia y de la demostración, en la línea de una búsqueda pura de la verdad última, abandonando la seguridad y lanzándose en manos de lo inesperado, con plena confianza en la verdad. Abandonar la seguridad del límite mental no equivale a descalificar la demostración ni la evidencia, sino a ponerlas en su sitio y a desarrollar nuevos modos de acceder a las ultimidades de lo real. Su método mucho más crítico y profundo, más limpio de prejuicios humanos que todo lo hasta ahora hecho, camina sencillamente por el camino que le marcan los temas reales, sin alterar su ruta por tentaciones de seguridad, de éxito ni de desánimo. El camino que se abre ante esta nueva tarea es inagotable, y es de tal magnitud que, aunque nada de lo anteriormente descubierto y pensado por el hombre quede eliminado o postergado por estos modos más altos de conocimiento –debido precisamente a que son más altos–, todo está por ser entendido y visto de una nueva manera, todo está por ordenar e iluminar desde la nueva luz. Lo ingente de la tarea podría paralizarnos, si no fuera por el estímulo de la revelación y por el anhelo natural de saber. A lo ingente de esa tarea se suma en términos de dificultad la adversa situación espiritual de Occidente, cuya decadencia, anunciada ha mucho tiempo, se hace cada día más palpable y humanamente inevitable. Nunca ha habido oídos más sordos a las sutilezas del espíritu y a la sencillez de la verdad, pero tampoco ha habido épocas en que fuera más clara a más personas la mano de la providencia divina y la fecundidad de la búsqueda de la verdad por el hombre. No hay, pues, razones para desesperar de nuestra situación. Por una parte, aunque la soberbia de Occidente ha inclinado a muchas naciones a eliminar a Dios de la vida pública y política, y pretende arrojarlo incluso del baluarte de la familia, el castigo de la Torre de Babel está hoy en plena vigencia[31]: tal soberbia se va quedando sin el habla, las palabras se le vuelven vacías, porque se va quedando aislada, sin verdad: sin verdad que comunicar y sin crédito para ser escuchada. Por otro lado, el esfuerzo de concentración atencional requerido para corregir el desvarío racionalista y proseguir el saber por nuevas vías ha sido ya incoado e incluso amplia y magistralmente desarrollado por un gran filósofo, por un filósofo de los que surgen en las épocas de grandes crisis, por un filósofo, además, de radical inspiración cristiana, por Leonardo Polo, del que algunos de los que promovemos esas nuevas sendas para el saber somos discípulos. Para exponer, difundir y continuar su pensamiento, unos cuantos de esos discípulos suyos hemos fundado el Instituto de Estudios Filosóficos Leonardo Polo, al que con este acto hemos querido presentar públicamente. FE Y CIENCIAS FILOSOFÍA DEL CONOCIMIENTO [1] La expansión de esta forma de demostrar ha afectado incluso a la pedagogía como es patente hoy en día en la proliferación de aparatos proyectores, de diapositivas, trasparencias, fotos, diagramas, cuadros, etc., que intentan poner las ideas al alcance del ojo y de la mano, si cupiera. De ahí a la realidad virtual sólo hay un paso. [2] En eso están todavía algunos divulgadores científicos en nuestros días: creen que a partir de los genes se podrá re-generar a las personas de tal manera que éstas serán inmortales. Aunque un incendio las consuma, si quedan algunos genes, la ciencia podría reconstruir a las personas, que serán así eternas. Los errores en que incurren son muy elementales, entre ellos cabe destacar al menos éstos: 1) se piensa que la vida es sólo actividad reproductiva, sin darse cuenta de que la reproducción es sólo una función de la vida; en consecuencia, 2) se atribuyen a los genes poderes que no tienen: los genes no hacen vivir, sólo reproducen la especie desde el individuo viviente; 3) no se dan cuenta de que la vida no puede ser hecha vivir desde fuera, esto es, de que para que algo esté vivo hace falta que él mismo se despliegue desde su propio principio interno. En suma, estos biólogos no se han enterado de lo que es la vida, la piensan de modo mecánico, y aunque sus trabajos versan sobre formas e información, ignoran las formas e información vitales, las tratan como si fueran materia sin causalidad formal, sin causalidad eficiente y sin la ordenación de la causa final. [3] Eso no quita que, incluso cuando, como un niño, intenta acaparar la atención de los demás, tenga que utilizar como reclamo la verdad. Es tan intrínseca la vinculación del entendimiento y de la verdad, que ni siquiera Nietzsche carece de toda verdad: también para embaucar es necesario apelar a algo verdadero. La verdad cae fuera de su intención, pero su intención no cae por completo fuera de la verdad. Por eso su labor crítica acierta de lleno respecto de la modernidad, y se asienta sobre ciertas verdades acerca de la voluntad. [4] Con respecto a este tipo de estudios, véase Gary S. Becker XE "Becker, Gary S." , A Treatise on the Family (Enlarged edition), Cambridge, Harvard U. Press, 1991 (2ª. Ed), o Laurence R. Iannaccone XE "Iannaccone, Laurence R." : “Introduction to the Economics of Religion”, en Journal of Economic Literature, XXXI, 1998, p. 1465-1496, para el análisis económico de la familia y de las religiones, respectivamente. El premio Nobel Gary S. Becker afirma: “Verdaderamente, he llegado a la conclusión de que el enfoque económico es (…) aplicable a todo el comportamiento humano, ya sea el comportamiento relacionado con precios monetarios o con precios sombra (…) ya sean grandes o pequeñas decisiones, ya tengan fines mecánicos o emocionales” (The Economic Approach to Human Behavior., Chicago U. Press, Chicago, 1978, p. 8. Citas todas tomadas de Ignacio Falgueras Sorauren, El fin mínimo de la actividad económica, c. II, 2, en prensa. [5] Una de las grandes tareas sociales que se desarrollan en nuestros tiempos es la racionalización de los procesos productivos y de la asignación de medios a escala global. Pero la tradición histórica hace que esa tarea sea entendida como una de las posibilidades que le quedan al hombre para producirse a sí mismo, convirtiéndola en uno de los últimos reductos del racionalismo decadente (el economicismo), lo que implica entender la economía como la medida de todo lo humano. El reinado del racionalismo económico, consiste en que, al margen de posturas teóricas y sobre las ruedas de un pretendido cientificismo metódico, pone a su servicio tanto el conocimiento como las voluntades y las vidas de los hombres. Se habla de la sociedad del conocimiento, pero la verdad es que lo que se fomenta no es más que el mercantilismo del conocimiento utilitario. La economía se convierte en economicismo cuando (i) se establece la primacía social de lo económico, y (ii) de ella se pasa a la exclusividad del criterio económico como criterio racional: todo y sólo lo útil es verdadero y bueno. Lo decadente de este racionalismo, a diferencia del racionalismo primero, se advierte no sólo en su estrechez de miras, sino en su consecuente y no recatada alianza con el irracionalismo, al que reserva el área de los sentimientos, el área de lo privado (los vicios privados son convertidos en virtudes públicas por la economía). [6] La propia teoría de la evolución se formula en términos de cierto economicismo, sólo que en vez de humano, pretende ser un economicismo orgánico. [7] Digo «autodenominados» porque la sociobiología no es ciencia alguna. La dimensión social del hombre depende enteramente del espíritu, aunque se exprese también en el cuerpo; los animales no conocen nada parecido a la sociedad. Una colmena no es una sociedad, sino un único ser vivo integrado por miembros móviles. Para que se advierta más aún la diferencia, conviene tener en cuenta que, después del pecado original, la sociedad humana admite incluso la contradicción, siendo el único asiento real que ésta tiene fuera de la persona humana, como sugiere Polo (Cfr. F.Múgica, Introducción a Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona, 1996, p. 34-36). [8] Wilson XE "Wilson, Edward O." , E. O.: Sociobiology. The new Sintesis. Belknap, Cambridge, etc., 1975, 3-6, cita tomada de Ignacio Falgueras Sorauren, o.c., 3.2.1, en nota. [9] Si la verdad fuera sólo una estrategia para vivir, entonces no sería verdad, y, por tanto, tampoco lo sería que fuera una estrategia, sino que esa frase no significaría nada: ella misma sólo sería una estrategia práctica de los genes (que nada saben) no se sabe para qué, ni falta que haría, porque ninguna relación tiene el saberlo con la supervivencia. [10] Ya Aristóteles (Metafísica B, 2, 997 a 7) se dio cuenta de que no todo puede ser demostrado, porque de-mostrar es mostrar a partir de otro, pero para que el proceso no se convierta en un proceso al infinito, o sea, para que la demostración sea tal, hace falta partir de principios, los cuales no son demostrables. No se puede demostrar el principio de no contradicción, y menos aún el de identidad, pero sin ellos no cabe demostración alguna. Por tanto, la demostración se funda en conocimientos no demostrativos, pero más altos y sutiles que la demostración. [11] A algunos puede parecerles arbitraria, o al menos exagerada, esta comparación, sin embargo la metáfora está elegida cuidadosamente por mi parte, puesto que el objeto en la presencia mental está muerto para el saber, carece de la vida del saber, en la medida en que lo detiene y paraliza, y ha de ser mantenido rígido desde la actividad del que sabe, pero que queda ocultada por él. La muerte y la presencia mental tienen vínculos estrechos. Abandonar el límite es una especie de reanimación para la vida del entendimiento, paralizada por la objetivación. [12] Cfr. F.W.J. Schelling, Aus der Allgemeinen Uebersicht der neuesten philosophischen Literatur, B. I, Schelling Werke, I, Münchener Jubiläumsdruck, 1927, 385 [Schellings sämtliche Werke, K.F.A. Schellings, I, 461]. Véase I. Falgueras, La contribución de Espinosa al idealismo moderno, en “Anuario filosófico” XI (1978) 63-64. [13] La tesis de Popper tiene sentido para la ciencia que demuestra produciendo, o sea, poniendo delante de los sentidos lo hipotéticamente supuesto: para ella es imposible probar de modo general las hipótesis, porque los datos sensibles no tienen valor general. Pero Popper no renuncia al ideal racionalista, antes prefiere caer en ese larvado escepticismo científico. [14] Citado por P. Atkins, El dedo de Galileo, trad. I.Belaustegui y C.Martínez, Espasa Calpe, Madrid, 2003, p.360 [15] P.Atkins, o.c. 399-400. Esa utilidad se condensa en su grado más abstracto como "la matemática es el lenguaje supremo para la descripción del mundo físico" (Ibid.). Que las matemáticas se cultiven no por su valor demostrativo, sino por su aparente utilidad es una patente reducción de su racionalidad. [16] P. Atkins lo pretende todavía, o.c., 386, aunque si se diera cuenta de lo que dice en la página 399 respecto de la incompletitud de las matemáticas ("puede haber métodos no algoritmicos de establecer la verdad de un enunciado"), habría omitido eso de «pruebas informales». Conocer no es probar o establecer, y no todo lo no puramente formal es, por ello, informal: puede ser supraformal, paraformal, eficiente, material, final. [17] El sentido común es un tipo de conocimiento no demostrativo, por tanto, es indicio de que puede haber conocimientos verdaderos al margen de la demostración, aunque tal designación es un cajón de sastre en el que caben conocimientos de todo tipo, tanto certeros (hábitos intelectuales, axiomas lógicos) como meras expresiones de vulgares prejuicios. [18] Una ciencia provisional no es verdadero saber. La ciencia que se hace hoy día se parece al surfing: sólo vale estar en la cresta de la ola todo el tiempo que lo dejen a uno. Pero, como ya sabemos que lo que se sabe hoy quedará desfasado mañana, podemos estar seguros de que lo que sabemos hoy no es verdadero, e igual acontecerá con lo de mañana. Si lo siguiente en el saber anula siempre a lo anteriormente sabido, entonces se anula a sí mismo. [19] Ibid. 408-409. El error de Atkins consiste en creer que toca a la ciencia hablar de los fundamentos del mundo. [20] Sta. Teresa de Jesús, Obras Completas, edición manual de Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink, B.A.C. Madrid, 1974, Poesías: Nada te turbe, 514. [21] Lc 13, 20-21; Mt 5, 13. [22] Sab 6, 13-16. [23] Mientras que las evidencias, en cuanto que totalizaciones, son aisladas y paralizantes, las congruencias son integradas e integradoras, pues no sólo son concordes con la realidad, sino que convienen entre sí de modo admirable, es decir, no por fruto del ingenio humano, sino como signo de la verdad última. Las evidencias tienden a la sistematización, se cierran sobre sí mismas con exclusión de todo lo demás. La congruencia, en vez de cerrarse, se abre a todo lo demás en armoniosa compatibilidad. La evidencia es un conocimiento en el que coinciden la apariencia con la razón; en cambio, la congruencia es el conocimiento en que lo no aparente es conocido en perfecta armonía con otros no aparentes, con lo aparente y con la razón. Nolite iudicare secundum faciem sed iustum iudicium iudicate (Jn 7, 24). [24] No digo que no pueda demostrarse la inmortalidad del alma, sino que toda demostración de ella es indirecta, mientras que la noción de inmortalidad es previa a su demostración y a toda demostración: toda demostración la implica. [25] Tampoco digo que no quepa demostrar la existencia de Dios, sino que toda demostración de la existencia de Dios supone la noción de Dios y supone su existencia. La demostración llega con retraso, aunque no por eso deja de añadir certeza. Para demostrar hay que entender, y para entender ha de existir la verdad, es decir, Dios. Esto no es una demostración, sino un atisbo por congruencia de que la verdad nos trasciende, y en esa medida de que es Dios. Para el entendimiento la verdad es aquello por encima de lo cual no existe nada, pero en lo cual él se mueve. [26] Es cierto que la demostración nos proporciona conocimientos ciertos, hechos, como dicen los científicos, pero sólo sirve para conocer objetos, pues es un conocimiento despersonalizado. Lo que omite quien pretende que sólo es verdadero lo demostrado es precisamente que la verdad es interpersonal. A nadie le extrañaría que dijera que el amor es interpersonal, pues eso es obvio. En cambio, casi ningún filósofo del pasado ha reparado en que la verdad es también interpersonal, pero en otro sentido. No me refiero sólo a que la verdad más alta se haya de alcanzar dialógicamente –o sea, no en la demostración, sino en la búsqueda compartida–, porque eso sólo tiene que ver con la situación humana de viador y depende más de la brevedad del tiempo de vida y de la ignorancia que de la verdad. No, se trata de algo más profundo. Se trata de que la verdad es una persona, y que sólo en relación personal se traba contacto con ella. Las demostraciones sólo tienen valor cognoscitivo objetivante, es decir, para cosas o para personas (mal)tratadas como cosas. El modo interpersonal de alcanzar la verdad es el darse cuenta, dejar penetrar la luz de la verdad personalmente iluminante en nuestro personal entender y ver desde ella lo que vemos. El darse cuenta a que me refiero no es reflexivo, sino transparencial, no tiene que volver sobre nada, porque ve a través de sí y a una luz tan poderosa que sin anular la luminosidad propia de nuestro intelecto la hace perceptible a ella misma. [27] Utilizo esta expresión como sugerencia de una concentración de la atención en lo no objetivo. Por supuesto que de lo primero de que nos damos cuenta es del objeto, y que generalmente el reclamo de la atención va dirigido a distinguir nuevos objetos. Pero la expresión «darse cuenta» la utilizo como sinónima de «caer en la cuenta», y apunta a eso que acontece con gran frecuencia al hombre: ver por el rabillo del ojo, sin mirar; con lo que metafóricamente quiero decir: entender más allá de lo que la objetividad oculta tras su deslumbrante y limitada luz. [28] No me refiero aquí a la presencia mental, sino a la presencia de Dios (genitivo subjetivo), a la presencia del Verbo que inhabita en el hombre interior, como entrevió s. Agustín (Confessiones VII, 10, 16). [29] La esencia es lo más importante de una cosa, Dios es lo más alto e importante de todo: la esencia de Dios es lo más importante de lo más importante. Decir que la esencia de Dios es el poder equivale a decir que lo más importante de lo más importante es el poder. [30] Nótese que, indirectamente, al pensar que la esencia de Dios es la omnipotencia, se está pensando que lo constitutivo de toda esencia es el poder. [31] Merced a los medios de comunicación, nunca las blasfemias, los pecados, las perversiones y los errores han tenido más difusión que hoy. Pero hemos de saber ver la mano de Dios en estas circunstancias: Dios no es responsable de nuestros pecados y errores, pero los permite para que nos arrepintamos y aprendamos. Con esta abismal marcha hacia atrás en el caminar histórico, quizás lo que Dios quiere y nos pide es que los que hemos recibido el don de la fe no sigamos avanzando sin antes reunir con nosotros a una mayor parte de la humanidad. Arvo.net Y Ignacio Salinas