La filiación divina

Al llegar a la plenitud de los tiempos, Jesucristo nos enseñó el tono adecuado en el que debemos dirigirnos a Dios. Cuando oren han de decir: Padre... ( Lucas, 11, 2). En todas las circunstancias de la vida debemos dirigirnos a Dios con esta filial confianza: Padre.

El sentido de la filiación divina, efecto del don de piedad, nos mueve a tratar a Dios con la ternura y el cariño de un buen hijo con su padre, y a los demás hombres como a hermanos que pertenecen a la misma familia. Dios quiere que le tratemos con entera confianza, como hijos pequeños y necesitados. Toda nuestra piedad se alimenta de este hecho: somos hijos de Dios.

El cristiano que se deja mover por el espíritu de piedad entiende que nuestro Padre Dios quiere lo mejor para cada uno de sus hijos: Todo lo tiene dispuesto para nuestro mayor bien. Por eso la felicidad consiste en ir conociendo lo que Dios quiere de nosotros en cada momento de nuestra vida y llevarlo a cabo sin dilaciones ni retrasos. De esta confianza en la paternidad divina nace la serenidad y la alegría, porque sabemos que aún las cosas que parecían un mal irremediable contribuyen al bien de los que aman a Dios (Romanos 8, 28).

El don de piedad nos ayuda a ver a los demás hombres como hijos de Dios porque los ha redimido con la sangre de su Hijo derramada en la Cruz, a compadecernos de sus necesidades y a tratar de remediarlas. En ellos vemos al mismo Cristo, a quien rendimos esos servicios y ayuda. También la piedad hacia los demás nos lleva a tratarlos con dignidad, y nos dispone a perdonar con facilidad las posibles ofensas recibidas. El perdón generoso e incondicional es un buen distintivo de los hijos de Dios.

Este don del Espíritu Santo nos mueve y nos facilita el amor filial a nuestra Madre del Cielo, la devoción a los ángeles, especialmente a nuestro ángel custodio, y a los santos, particularmente a aquellos que ejercen un especial patrocinio sobre nosotros; a las almas del purgatorio necesitadas de nuestros apoyo.

El sentido de la filiación divina nos impulsa a querer y a honrar cada vez mejor a nuestros padres, cuya paternidad viene a ser una participación y un reflejo de la de Dios. Este don nos inclina a rendir honor a las personas constituídas legítimamente en alguna autoridad y a los ancianos.

Consideremos hoy durante el día que somos hijos de Dios.