
El hoy es lo único que tenemos para santificar: el día de ayer ha desaparecido para siempre, el mañana está aún en manos del Señor. El ofrecimiento de obras nos dispone desde el primer momento para escuchar y atender las innumerables inspiraciones del Espíritu Santo.
Muchos buenos cristianos tienen la costumbre de dirigir su primer mandamiento a Dios. Y enseguida levantarse. No hay porque adaptarse a una fórmula concreta, pero es conveniente tener un modo habitual de hacer esta práctica de piedad. Es muy conocida esta oración a la Virgen: ¡Oh Señora y Madre mía! Yo me ofrezco del todo a Vos, y en prueba de mi filial afecto os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón; en una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo tuyo, ¡oh Madre de bondad!, guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya. Amén.
En la Misa encontramos el momento más oportuno para renovar el ofrecimiento de nuestra vida y de las obras del día. En el altar ponemos la memoria, la inteligencia, la voluntad... Además, familia, trabajo, alegrías, amores, ilusiones, dolor, preocupaciones. Y en el momento de la Consagración se lo entregamos definitivamente a Dios.
Vivamos cada día como si fuera el único para ofrecer a Dios y así oiremos a Jesús que nos dice como al buen ladrón: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso.