
Han de ser a la vez sencillos, porque sólo así puede ganarse el corazón de todos. Pero cuidado....., la prudencia, sin sencillez, se convertirá fácilmente en astucia. Los cristianos hemos de andar por el mundo con estas dos virtudes, que se fortalecen y complementan. La sencillez supone rectitud de intención, firmeza y coherencia en la conducta. La prudencia señala en cada ocasión los medios más adecuados para cumplir nuestro fin: "es el amor que discierne lo que ayuda ir a Dios de aquello que lo entorpece" (San Agustín,)
Para ser prudentes es necesario tener luz en el entendimiento; así podremos juzgar con rectitud los hechos y las circunstancias; sólo con una sólida formación doctrinal religiosa y con la ayuda de la gracia, sabremos encontrar los caminos que verdaderamente llevan a Dios, qué decisiones hemos de tomar... Sin embargo, en muchas ocasiones habremos de pedir consejo, pero no a cualquier persona, sino a una capacitada y animada por nuestros mismos deseos de amar a Dios y seguirle fielmente. Y no solamente en casos de extrema gravedad, sino en materia de lecturas o asistencia a espectáculos que pueden arrebatarnos la fe de una manera violenta o solapada.
La sencillez, tan cercana a la humildad, nos mueve a rectificar cuando nos hemos equivocado, o a pedir perdón por los errores que hemos cometido.
Existe una falsa prudencia a la que San Pablo llama prudencia de la carne (Romanos 8, 10). Es aquella que padece el que no toma una decisión por evitarse un problema, el que se deja llevar por respetos humanos, el que no se compromete del todo ni con Dios ni con sus semejantes. Ningún hombre, ninguna mujer se habrían entregado a Dios o habrían iniciado una empresa sobrenatural con esta prudencia de la carne porque siempre habrían encontrado razones para negarse o para retrasar su respuesta.
La Virgen nos ayudará a ser humildes y audaces para que ante los imposibles podamos responder a Dios como Ella.