
Quien se siente llamado a trabajar en la viña del Señor debe, de muy diversos modos, "participar en el designio divino de la salvación y ayudar a los demás a fin de que se salven. Ayudando a los demás se salva a sí mismo". No sería posible seguir a Cristo, si a la vez no trasmitimos la alegre nueva de su llamada a todos los hombres.
El Señor llama a los hombres en horas muy diversas de su vida. Así, para nosotros, cualquier momento es bueno para el apostolado. Dios llama a cada uno de acuerdo a sus circunstancias personales, con sus defectos y también con sus virtudes. Sin embargo, muchos morirán sin conocer a Cristo, porque nadie les transmitió la llamada del Señor.
Los primeros cristianos aprendieron bien que el apostolado no tiene limitaciones de personas, lugares o situaciones. Todas las situaciones eran buenas para acercar las almas a Cristo, incluso las que humanamente podrían parecer menos adecuadas, como la de comparecer ante un tribunal: cuando San Pablo, prisionero en Cesarea, habla en defensa propia ante el procurador y el rey, les desvela los misterios de la fe, de tal forma que mientras se defendía de este modo (Hechos 26, 24-32), anunciaba la resurrección de Cristo. Más tarde el rey Agripa dirá a Pablo: Un poco más y me convences de que me haga cristiano.
Ninguno de nuestros parientes, de los amigos, de los vecinos..., de quien estuvo con nosotros una sola tarde, o realizó un mismo viaje, o trabajó en la misma empresa, o estudió en la misma Universidad... debería decir que no se sintió contagiado de nuestro amor a Cristo. Muchos se sentirán movidos por nuestra palabra, por el ejemplo de nuestro trabajo bien acabado, por la serenidad ante el dolor o por el trato cordial que hunde sus raíces en la caridad.