El tesoro de Cristo

Muchos esperaban que Jesús instaurara un reino de carácter temporal después de vencer el poder romano, y ellos tendrían un puesto privilegiado cuando llegara el momento. En el Evangelio de la Misa de hoy (Lucas 19, 11-28), Jesús corrige ese error con una parábola: Un
personaje ilustre marcha a un país lejano y deja la administración de su territorio a diez hombres, y les da diez minas -unos 35 gramos de oro cada una-, con la orden: Negociad hasta mi vuelta.

Y ésto es lo que sigue haciendo la Iglesia desde Pentecostés, donde recibió el inmenso Don del Espíritu Santo y con Él, enviado por Cristo, la infalible palabra de Dios, la fuerza de los sacramentos. Nos toca a cada cristiano hacer rendir el tesoro de gracias que el Señor deposita en nuestras manos: procurar con empeño que Él esté en todas las realidades humanas. Sólo en Él encuentra sentido nuestro quehacer aquí en la tierra. La Iglesia entera y cada cristiano, es depositaria del tesoro de Cristo: crece la santidad de Dios en el mundo cuando cada uno luchamos por ser fieles a nuestros deberes, a los compromisos que, como ciudadanos, como cristianos, hemos contraído.

Jesús veía en los ojos de muchos fariseos un odio creciente y el rechazo más completo. ¡Qué duro debió ser para el Maestro aquel rechazo tan frontal, que alcanzará su punto culminante en la Pasión, poco tiempo mas tarde! En la actualidad sucede lo mismo. En la literatura, en el arte, en la ciencia, en las familias, parece oírse el grito: ¡No queremos que éste reine sobre nosotros!

En el mundo hay millones de hombres que se encaran con Jesucristo o, mejor dicho, con Su sombra, porque no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina. Nosotros serviremos a Nuestro Señor como a nuestro Rey, como el Salvador de la Humanidad entera y de cada uno de nosotros. ¡Serviam, te serviré, Señor! Le decimos en la intimidad de nuestro corazón.

Al cabo de un tiempo volvió aquel personaje ilustre: entonces,recompensó espléndidamente a aquellos siervos que se afanaron por hacer rendir lo que recibieron, y castigó duramente a quienes en su ausencia lo rechazaron, y al administrador que malgastó el tiempo y no hizo rendir la mina que había recibido. "Nunca os pesará haberle amado", solía repetir San Agustín.

El Señor es buen pagador, ya en esta vida, cuando somos fieles. ¡Que será en el Cielo! Ahora nos toca extender este reino de Cristo en el medio en el que nos movemos, especialmente con aquellos que tenemos encomendados.