Mirar a Jesus


Jesús vive y está muy cerca de nuestros quehaceres normales, pero hemos de purificar nuestra mirada para contemplarlo. Su rostro amable será siempre el principal motivo para ser fieles en los momentos difíciles y en las tareas de cada día. Le diremos muchas veces: buscaré, Señor, tu rostro... siempre y en todas las cosas.


Nadie que de verdad haya buscado a Cristo ha quedado defraudado. Herodes sólo trataba de verlo por curiosidad, por capricho..., y así no se le encuentra. Cuando durante la Pasión, Pilato se lo remitió, se alegró mucho... porque deseaba verle hacer algún milagro. Le preguntó con muchas palabras, pero Jesús no le respondió nada. Jesús no le dijo, porque el Amor nada tiene qué decir ante la frivolidad.

Él viene a nuestro encuentro para que nos entreguemos, para que correspondamos a su Amor infinito. Vemos a Jesús, siempre presente en el Sagrario, cuando deseamos purificar el alma en el sacramento de la Confesión, cuando no dejamos que los bienes pasajeros incluso los lícitos llenen nuestro corazón como si fueran los definitivos. La contemplación de la Humanidad Santísima del Señor, fuente de amor y fortaleza, hará un gran bien a nuestra alma.

Un día, con la ayuda de la gracia, veremos a Cristo glorioso lleno de majestad que nos recibe en su Reino. Le reconoceremos como al Amigo que nunca nos falló, a quien procuramos tratar y servir aun en lo más pequeño. Ya tenemos a Jesús con nosotros, hasta el fin de los siglos. En la Eucaristía encontramos a Cristo completo: su Cuerpo glorioso, su Alma humana y su Persona divina, que se hacen presentes por las palabras de la Consagración.

A veces, por nuestras miserias y falta de fe, nos podrá resultar costoso apreciar el rostro amable de Jesús. Es entonces cuando debemos pedir a Nuestra Señora un corazón limpio, una mirada clara, un mayor deseo de purificación. Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria.