La Sagrada Escritura nos enseña que la misericordia de Dios es eterna, es decir, sin límites en el tiempo (Salmo 100); es inmensa, sin límites de lugar ni espacio; es universal, pues no se reduce a un pueblo o a una raza, y es tan extensa y amplia como son las necesidades del hombre.
La Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, es prueba de esta misericordia divina. Vino a perdonar, a reconciliar a los hombres entre sí y con su Creador. La bondad de Jesús con los hombres, con todos nosotros, supera las medidas humanas. Debemos acudir delante del Sagrario y decirle: Jesús, ten misericordia de mí. De modo particular el Señor ejerce su misericordia a través del sacramento del Perdón porque allí es donde nos limpia los pecados, nos cura, lava nuestras heridas, nos alivia... nos sana plenamente y recibimos nueva vida.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mateo 5, 7). Hay una especial urgencia de Dios para que sus hijos tengan esa actitud con sus hermanos, y nos dice que la misericordia con nosotros guardará proporción con la que nosotros ejercitamos. Pero si nuestro corazón se endurece ante las miserias y flaquezas ajenas, más difícil y estrecha será la puerta para entrar en el Cielo y para encontrar al mismo Dios.
La misericordia es la plenitud de la justicia, según enseña Santo Tomás (Suma Teológica), porque cuando se obra con misericordia se hace algo que está por encima de la justicia y presupone haber vivido esta virtud. Después de dar a cada cual lo suyo, lo que por justicia le pertenece, la actitud misericordiosa nos lleva mucho más lejos: por ejemplo, a saber perdonar con prontitud los agravios.
La misericordia es una disposición del corazón que lleva a compadecerse, como si fueran propias, de las miserias que encontramos cada día. Un corazón compasivo y misericordioso se llena de alegría y de paz porque hay más gozo en dar que en recibir. Así alcanzamos esa misericordia que tanto necesitamos, y se lo debemos a aquellos que nos han dado la oportunidad de hacer algo por ellos mismos y por el Señor.
Acudimos a Nuestra Madre, pues Ella es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también "Madre de la misericordia".