En el Evangelio, San Lucas (13, 10-17) nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre, y curó a una mujer que había estado encorvada por dieciocho años, sin poder enderezarse de ningún modo. El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado: no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana del alma y de cuerpo, y con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada por largo tiempo.
La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo. Nosotros también estamos muy necesitados de la misericordia del Señor, y la consideración de estas escenas del Evangelio nos llevará a confiar más en Él y a imitarle en su misericordia, en el trato con los que nos rodean, y nunca pasaremos indiferentes ante su dolor o su desgracia.
"Así encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía erguir. Como ella, comenta San Agustín, son los que tienen su corazón en la tierra".
Muchos pasan la vida entera mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (1 Juan 2, 16). La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues sólo lo verán los limpios de corazón (Mateo 5, 8). La concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, nos lleva a no valorar sino lo que se puede tocar: los ojos se quedan pegados a las cosas terrenas y, por lo tanto, no pueden descubrir las realidades sobrenaturales y llevan a juzgar todas las circunstancias sólo con visión humana.
Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si continuamente suplicamos al Señor que siempre nos ayude a levantar nuestra mirada hacia Él.
Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los acontecimientos, la razón de la cruz, el valor sobrenatural de nuestro trabajo, y cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural. El cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su vida corriente.
Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don de vivir de fe, para andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, en Él, en Jesús.