En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza. Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo participar de la naturaleza divina.
Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina, inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy (Salmo II, 7). Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser.
Nuestra filiación es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa; es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. Nuestro Padre no puede enviarnos nada malo. Podemos decir: Todo es para bien ."¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!"
La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: De algún modo abarca a todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. Podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus, ¡otro Cristo, el mismo Cristo!
Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Considerar nuestra filiación divina en la oración nos llenará de paz, viviremos abandonados en las manos de Dios, y viviremos la fraternidad cristiana con los que nos rodean, quienes también son hijos de Dios.