El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Lucas 21, 33). Permanecerán porque fueron pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada mujer que viene a este mundo.
Jesucristo sigue hablando, y sus palabras, por ser divinas, son siempre actuales. Toda la Escritura anterior a Cristo adquiere su sentido exacto a la luz de la figura y de la predicación del Señor. Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en la revelación anterior. Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre con un gran tesoro adentro, pero sin la llave para abrirlo.
Desde siempre, la Iglesia ha recomendado su lectura y meditación, principalmente del Nuevo Testamento, en el que siempre encontramos a Cristo que sale a nuestro encuentro. Unos pocos minutos diariamente nos ayudan a conocer mejor a Jesucristo, a amarle más, pues sólo se ama lo que se conoce bien.
Cuando en el Evangelio leemos que el cielo y la tierra pasarán, pero no sus palabras, nos señala de algún modo que en ellas se contiene toda la revelación de Dios a los hombres: la anterior a su venida, porque tiene valor en cuanto hace referencia a Él, que la cumple y clarifica; y la novedad que Él trae a los hombres, indicándoles con claridad el camino que han de seguir.
Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios a los hombres. ¡Cuántas veces hemos pedido a Jesús luz para nuestra vida con las palabras! Cuando la vida cristiana comienza a languidecer, es necesario un diapasón que nos ayude a vibrar de nuevo. ¡Cuántas veces la meditación de la Pasión de Nuestro Señor ha sido como una enérgica llamada a huir de esa vida menos vibrante, menos heróica! No podemos pasar las páginas del Evangelio como si fuera un libro cualquiera.
Su lectura, dice San Cipriano, es cimiento para edificar la esperanza, medio para consolidar la fe, alimento de la caridad, guía que indica el camino.