El nacimiento de Jesús, y toda su vida, es una invitación para que nosotros examinemos en estos días la actitud de nuestro corazón hacia los bienes de la tierra. El Señor nace en una cueva, en una aldea perdida. Ni siquiera tuvo una cuna, sino un pesebre. Pasó hambre, no tuvo dos pequeñas monedas para pagar el tributo del templo (Mateo 17, 23-26), y Su muerte en la Cruz es la muestra del supremo desprendimiento.
El Señor quiso conocer la pobreza extrema, falta de lo necesario, especialmente en las horas más señaladas de su vida. La pobreza que ha de vivir el cristiano ha de ser una pobreza real, ligada al trabajo, a la limpieza, al cuidado de la casa, de los instrumentos de trabajo, a la ayuda a los demás, a la sobriedad de vida. La pobreza que nos pide a todos el Señor no es suciedad, ni miseria, ni dejadez, ni pereza. Estas cosas no son virtud. Para aprender a vivir el desprendimiento de los bienes, en medio de esta ola de materialismo, hemos de mirar a nuestro Modelo, Jesucristo, que se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza.
Los pobres a quienes el Señor promete el reino de los Cielos no son cualquier persona que padece necesidad, sino aquellos que, teniendo bienes materiales o no, están desprendidos y no se encuentran aprisionados por ellos. Pobreza de espíritu que ha de vivirse en cualquier circunstancia de la vida. Yo sé vivir -decía San Pablo- en la abundancia, pero sé también sufrir hambre y escasez.
El amor a la riqueza desaloja, con firmeza, el amor al señor: no es posible que Dios pueda habitar en un corazón que ya está lleno de otro amor. El cristiano procura y usa los bienes terrenos, no como si fueran un fin, sino como medio de servir a Dios. El desprendimiento efectivo de las cosas supone sacrificio. Un desprendimiento que no cuesta no se vive; se manifestará en la generosidad en la limosna, en prescindir de lo superfluo, en evitar caprichos innecesarios, en renunciar al lujo, a los gastos por vanidad o capricho.
La sobriedad con la que vivamos será el buen aroma de Cristo, que siempre tiene que acompañar la vida de un cristiano: Pobreza real, que se note y que se toque. Si luchamos eficazmente por vivir desprendidos de lo que tenemos y usamos, el Señor encontrará nuestro corazón limpio y abierto de par en par cuando venga de nuevo a nosotros en la Nochebuena. No ocurrirá con nuestra alma, lo que sucedió con aquella posada: estaba llena y no tenían sitio para el Señor.