Durante estos días de cuaresma, acompañemos a Jesús, con nuestra oración, en su vía dolorosa y en su muerte en la Cruz. No olvidemos que nosotros fuimos protagonistas de aquellos horrores, porque Jesús cargó con nuestros pecados con cada uno de ellos. Fuimos rescatados de las manos del demonio y de la muerte a gran precio,el de la Sangre de Cristo.
Santo Tomás de Aquino decía: "La Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida". Al preguntarle a San Buenaventura de donde sacaba tan buena doctrina para sus obras, le contestó presentándole un Crucifijo, ennegrecido por los muchos besos que le había dado: "Este es el libro que me dicta todo lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido".
Nos hace mucho bien contemplar la Pasión de Cristo: en nuestra oración personal, al leer los Santos Evangelios, en los misterios dolorosos del Santo Rosario, en el Vía Crucis... En ocasiones nos imaginamos a nosotros mismos presentes entre los espectadores que fueron testigos en esos momentos. También podemos intentar con la ayuda de la gracia, contemplar la Pasión como la vivió el mismo Cristo.
Parece imposible, y siempre será una visión muy empobrecida de la realidad, pero para nosotros puede llegar a ser una oración de extraordinaria riqueza. Dice San León Magno que "el que quiera de verdad venerar la pasión del Señor debe contemplar de tal manera a Jesús crucificado con los ojos del alma, que reconozca su propia carne en la carne de Jesús".
La meditación de la Pasión de Cristo nos consigue innumerables frutos. En primer lugar nos ayuda a tener una aversión grande a todo pecado, pues Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. Los padecimientos nos animan a huir de todo lo que pueda significar aburguesamiento y pereza; avivan nuestro amor y alejan la tibieza. Hacen nuestra alma mortificada, guardando mejor los sentidos. Y si alguna vez, el Señor permite el dolor, nos será de gran ayuda y alivio considerar los dolores de Cristo en su Pasión.