
¡Cuánto bien nos puede hacer esta oración, repetida con un corazón humilde! Debemos recordar que, aunque el pecado tenga en nosotros, en los demás y en la sociedad nefastas consecuencias, es esencialmente una ofensa a Dios. ¡He pecado contra el Cielo y contra Ti ! (Lucas 15, 18) proclamará el hijo pródigo cuando vuelve arrepentido a la casa paterna. ¡Qué don tan grande es reconocer nuestros pecados, sin excusas ni mentiras y acercarnos hasta la fuente inagotable de la misericordia divina, y poder decir: ¡Padre, perdónanos nuestras ofensas! ¡Qué paz tan grande da el Señor!
Enseña Santo Tomás, que la Omnipotencia de Dios se manifiesta sobre todo, en el hecho de perdonar y usar la misericordia, porque la manera que Dios tiene de mostrar que posee el supremo poder es perdonar libremente. El Señor está dispuesto a perdonarlo todo, de todos, con infinita misericordia, en el sacramento de la Confesión. Es verdad que pecamos contra Dios, pero también es verdad que pedimos perdón a un Padre que nos ama y hasta nos enseña con qué palabras hemos de pedir.
Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, rezamos todos los días. El Señor espera esta generosidad que nos asemeja al mismo Dios. Dios nos ha perdonado mucho y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón.
A veces nos sentimos ofendidos por una exagerada susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Seguir a Cristo en la vida corriente es encontrar, también en este punto, el camino de la paz y la serenidad.
Jesús pide perdón para los que lo crucifican: imitarlo, nos hará saborear el amor de Dios, y nos conseguirá que la misericordia divina perdone nuestras flaquezas. Pidamos a la Virgen que nos ayude a perdonar como Ella perdonó a los que crucificaron a su Hijo.