El limpiador de nuestra alma es el perdón. Deberemos usarlo todo el tiempo; apenas veamos una impureza, aplicarlo. No nos acostemos nunca sin haber pedido perdón y sin haber perdonado.
La hidratante de nuestra alma es la oración. Si no hidratamos la piel de nuestro rostro, se marchita. Así, si no oramos, nuestra alma se reseca. Pero a medida que confíamos en Dios, el afán y la ansiedad desaparecen y aprendemos a reposar y esperar en el Señor.
El tonificante de nuestra alma es la alabanza. Cuando alabamos a Dios y volvemos a Él nuestros pensamientos, cuando nos olvidamos de nosotros mismos, sin egoísmo en nuestro corazón, quedamos libres para que Dios ponga en nosotros su gozo.
La nutrición de nuestra alma es la Palabra. Así como en lo físico no podemos vivir sin alimentos, nuestra alma necesita el alimento de la Palabra de Dios. Cuando nos alimentamos con la Palabra, la debilidad y la confusión desaparecen.
El protector de nuestra alma es la coraza de la Fe. Con la Fe nos protegemos de las inclemencias de la vida, miraremos por encima de las circunstancias y pasaremos victoriosos en medio de las pruebas. A través de nosotros, Dios moverá montañas y alcanzaremos a otros para gloria de Dios.
Si hacemos ésto a diario, nuestra alma se mantendrá limpia y nuestro corazón será puro.