Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas(Salmo 24,6). Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia. Somos como el hijo pródigo que vuelve a la casa paterna. Debemos sentir deseos de encontrarnos con el Señor lo antes posible para descargar en Él el dolor por nuestros pecados.
Muchas veces a lo largo de la vida hemos pedido perdón, y siempre nos ha perdonado el Señor. Cada uno de nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina. Así acudimos a la Confesión: a pedir absolución de nuestras culpas con la intención de remendar el error cometido, pero vamos con confianza, fiados no en nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre dispuesto al perdón.
La confesión debe ser concisa, concreta, clara y completa. Confesión concisa, de no muchas palabras: las precisas, sin adornos. Confesión concreta, sin divagaciones: pecados y circunstancias. Confesión clara, para que nos entiendan, poniendo de manifiesto nuestra miseria con modestia y delicadeza. Confesión completa, íntegra, sin dejar de decir nada por falsa vergüenza.
La Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y su Resurrección. Cada vez que la recibimos con las debidas disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia, fuerzas para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar las ocasiones de pecar.