La misión de la Iglesia

Jesús consuma la obra de la Redención con su Pasión, Muerte y Resurrección. Tras su Ascensión al Cielo envía al Espíritu Santo, para que sus discípulos puedan anunciar el Evangelio y hacer a todos partícipes de la salvación. Los Apóstoles representan a Cristo mismo y al Padre: el que me rechaza a Mí, rechaza al que me envió ( Lucas 10, 16).

Es a través de ellos que la misión de Cristo se hará extensiva a todas las naciones y a todos los tiempos. Después de su Resurrección, Jesús dice a los Doce: vayan y prediquen el Evangelio, hagan discípulos a todas las naciones. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Marcos 16, 15; Mateo 28, 18-20). El Señor les concreta lo que han de predicar, el Evangelio. Nada les dice de la liberación del yugo romano que padecía la nación, o del sistema social y político en el que han de vivir, o de otras cuestiones exclusivamente terrenas. Ni vino Cristo para esto, ni para esto han sido ellos elegidos. Vivirán para dar testimonio de Cristo y difundir su enseñanza.

La misión de la Iglesia es dar a los hombres el tesoro más sublime que podemos imaginar, conducirlos a su destino sobrenatural y eterno a través de la predicación y de los Sacramentos. Sin embargo, no se desatiende de las tareas humanas; por su misma misión espiritual, mueve a sus hijos y a todos los hombres a que tomen conciencia de la raíz de donde provienen los males, y urge a que pongan remedio a tantas injusticias, a las deplorables condiciones en que viven muchos hombres, que constituyen una ofensa al Creador y a la dignidad humana.

Nosotros como corredentores de Cristo podemos hoy preguntarnos si llevamos a nuestros familiares y amigos la fe en Cristo y si la caridad nos lleva a promover un mundo más justo y humano.

La fe en Cristo nos mueve a sentirnos solidarios de los demás hombres en sus problemas y carencias, en su ignorancia y falta de recursos económicos. Esta solidaridad no es "un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas", sino "la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos" (JUAN PABLO II ).

De cada uno de nosotros deberían poder decir al final de la vida que, como Jesucristo, pasó haciendo el bien. Pidámosle a la Santísima Virgen que nos ayude a ver a todos los hombres como a nuestros hermanos, pues somos hijos del mismo Padre.