La vida de Jesús es un incansable servicio a los hombres: los enseña, los conforta, los atiende…, hasta dar la vida. Y nosotros, si queremos ser discípulos de Cristo, debemos fomentar esa disposición del corazón que nos impulsa a darnos constantemente a quienes están a nuestro lado.
La última noche, antes de la Pasión, Cristo, ante los discípulos, que discutían por motivos de soberbia y de vanagloria, realizó la tarea propia de los siervos, se inclina y lava sus pies: fustiga amorosamente la falta de generosidad de aquellos hombres.
La vida familiar es un excelente lugar para manifestar este espíritu de servicio en multitud de detalles que pasarán frecuentemente inadvertidos, pero que ayudan a fomentar una convivencia grata y amable, en la que está presente Cristo. El Señor nos llama particularmente en los enfermos y en los ancianos, para ayudarlos con humildad y finura humana que apenas se advierten.
El Señor sirve con alegría, amablemente, con gesto y tono cordiales. Y así debemos ser nosotros cuando realizamos esos quehaceres que son un servicio a Dios, a la sociedad o a quienes están próximos: Servid al Señor con alegría, nos dice el Espíritu Santo por boca del Salmista.
El Señor promete la felicidad a quienes sirven a los demás. Aquello que entregamos con una sonrisa, con una actitud amable, parece como si adquiriera un valor nuevo y se apreciara también más. Además, para servir, hemos de ser competentes en nuestro trabajo.