EL DON DEL TEMOR DE DIOS


No todo temor es bueno. Existe el temor mundano de donde se originan los respetos humanos propios de quienes están dispuestos a abandonar a Cristo y a su Iglesia en cuanto prevén que la fidelidad a la vida cristiana pueda causarles una contrariedad o desventajas sociales. Existe otro, que es bueno en cuanto puede ser, para muchos, el primer paso hacia su conversión y el comienzo del amor, el temor servil que aparta del pecado por miedo a las penas del infierno.

En cambio, el santo temor de Dios, propios de hijos que se sienten amparados por su Padre a quien no desean ofender, tiene dos efectos principales. El más importante es un respeto inmenso por la majestad de Dios, un hondo sentido por lo sagrado y una complacencia en su bondad de Padre. Por este don, las almas santas reconocen su nada delante de Dios: "no valgo nada, no tengo nada, no puedo nada, no sé nada, no soy nada, ¡nada!


Amor y temor. Con este hemos de hacer el camino. "Cuando el amor llega a eliminar del todo el temor, el mismo temor se transforma en amor". Es el temor del hijo que ama a su Padre con todo su ser y que no quiere separarse de Él por nada del mundo. Cuando se pierde el santo temor de Dios, se diluye o se pierde el sentido del pecado y entra con facilidad la tibieza en el alma.

El don de temor se halla en la raíz de la humildad, en cuanto da al alma la conciencia de su fragilidad y la necesidad de tener la voluntad en fiel y amorosa sumisión a Dios. También está en íntima relación con la virtud de la templanza, que lleva a usar con moderación de las cosas humanas subordinándolas al fin sobrenatural. Este don, infundido con los demás en el Bautismo, nos llevará a huir con rapidez de las ocasiones de pecado y hacer con profundidad el examen de conciencia y a dolernos de nuestras faltas. Pidamos que, con delicadeza de alma, tengamos muy a flor de piel el sentido del pecado.