Corazon libre de ataduras


Jesús expone en breves palabras el panorama para los que quieren seguirlo: la renuncia a la comodidad, el desprendimiento de las cosas, una disponibilidad completa al querer divino. Las raposas tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza, dice el Señor. Pide a sus discípulos un desasimiento habitual: la costumbre firme de estar por encima de las cosas que necesariamente hemos de usar, sin que nos sintamos atados por ellas.

Para los que hemos sido llamados a permanecer en el mundo, requerimos una atención constante para estar desprendido de las cosas. Una de las manifestaciones de la pobreza evangélica es utilizar los bienes como medios para conseguir un bien superior, no como fines en sí mismos. Tanto si tenemos muchos bienes, como si no tenemos ninguno, lo que el Señor nos pide, es estar desprendido de ellos, y poner nuestra seguridad y nuestra confianza en Él.


Nuestro corazón ha de estar como el del Señor: libre de ataduras. La verdadera pobreza cristiana es incompatible, no sólo con la ambición de bienes superfluos, sino con la inquieta solicitud por los necesarios. Uno de los aspectos de la pobreza cristiana se refiere al uso del dinero. Hay cosas que son objetivamente lujosas, y desdicen de un discípulo de Cristo, y no deberían entrar en sus gastos ni en su uso. El prescindir de esos lujos o caprichos chocará quizá con el ambiente y puede ser en no pocas ocasiones que muchas personas se sientan movidas a salir de su aburguesamiento.

Los gastos motivados por el capricho son lo más opuesto a la mortificación aun si los pagara el Estado, la empresa o un amigo, y el corazón seguiría a ras de tierra, incapaz de levantar el vuelo hasta los bienes sobrenaturales. Pobres, por amor a Cristo, en la abundancia y en la escasez.


Un aspecto de la pobreza que el Señor nos pide es el de cuidar, para que duren, los objetos que usamos: la ropa, los instrumentos de trabajo..., no tener nada superfluo, no crearse necesidades. No quejarnos cuando algo nos falte, al mismo tiempo que luchamos para salir de la difícil situación, con la alegría profunda de quien se sabe en manos de Dios.