La vida interior, como el amor, está destinada a crecer: "Si dices basta, ya has muerto"; exige siempre un progreso, corresponder, estar abierto a nuevas gracias. Cuando no se avanza, se retrocede. El Señor nos ha prometido que siempre tendremos las gracias necesarias. Las dificultades, las tentaciones, los obstáculos internos o externos son motivo para crecer; y si éstas fueran muy grandes, más serían las ayudas del señor para convertir lo que parecía obstáculo, en motivo de progreso espiritual y de eficacia en el apostolado. Sólo el desamor o la tibieza hace enfermar o morir el alma. Sólo la mala voluntad, la falta de generosidad con Dios, retrasa o impide la unión con Él.
Todo lo que podemos ofrecer al Señor son cosas pequeñas; muchas cosas pequeñas hechas con amor y por amor constituyen nuestro tesoro de ese día, que llevaremos a la eternidad. La vida interior se alimenta normalmente de lo pequeño realizado con atención, con amor. Pretender otra cosa sería equivocar el camino, no encontrar nada o muy poco para ofrecer al Señor. Como las gotas de agua sumadas unas a otras fecundan la tierra sedienta, así nuestras pequeñas obras, como una mirada a la Virgen, o una palabra de aliento a un amigo, hacen progresar la vida del alma y la conservan.
Recordemos las palabras de Jesús: El que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho. Otra causa de retroceso en la vida del alma es "negarse a aceptar los sacrificios que pide el Señor". No existe amor ni humano ni divino, sin este sacrificio gustoso. La gracia de Dios nunca nos faltará, sólo depende de nuestra correspondencia, de nuestro empeño, del recomenzar una y otra vez, sin desánimos.
Los actos de contrición son un medio eficaz de progreso espiritual. Pedir perdón es amar, contemplar a Cristo cada vez más dispuesto a la comprensión y a la misericordia. Y como somos pecadores (1 Juan 1, 17-18), nuestro camino estará lleno de actos de dolor, de amor, que invaden el alma de esperanza y de nuevos deseos de reemprender el camino de la santidad. Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. La Virgen, que es Madre de gracia, de misericordia y de perdón, avivará siempre en nosotros la esperanza de alcanzar la santidad; pongamos en sus manos el fruto de este rato de oración, convencidos.