
Todo debe ayudarnos para afianzar nuestros pasos en el camino que conduce al Cielo: el dolor y la alegría, el trabajo y el descanso, el éxito y el fracaso... Al final de nuestra vida encontramos esta única alternativa: o el Cielo (pasando por el purgatorio si hemos de purificarnos) o el infierno, el lugar del fuego inextinguible, del que el Señor habló en muchos momentos. Si el infierno no tuviera una entidad real, Cristo no nos habría revelado con tanta claridad su existencia, y no nos habría advertido tantas veces, diciendo: ¡estad vigilantes!
La existencia del infierno, reservado a los que mueran en pecado mortal, está ya revelada en el Antiguo Testamento, y es una realidad dada a conocer por Jesucristo (Mateo 25, 41). Es una verdad de fe, constantemente afirmada por el Magisterio de la Iglesia. El Señor quiere que nos movamos por amor, pero ha querido manifestarnos a dónde conduce el pecado para que tengamos un motivo más que nos aparte de él: el santo temor de Dios, temor de separarnos del Bien Infinito, del verdadero Amor.
La consideración de nuestro último fin ha de llevarnos a la fidelidad en lo poco de cada día, a ganarnos el Cielo con nuestro quehacer diario, y a remover todo aquello que sea un obstáculo en nuestro caminar. También nos ha de llevar al apostolado, a ayudar a quienes están junto a nosotros para que encuentren a Dios. La primera forma de ayudar a los demás es la de estar atentos a las consecuencias de nuestro obrar y de las omisiones, para no ser nunca, ni de lejos, escándalo, ocasión de tropiezo para otros. ¡Acudamos a la Virgen Santísima: iter para tutum! ¡Prepáranos un camino seguro para llegar al Cielo!