A cada paso aún sin quererlo, nos bañamos de tumba, nos vestimos de sombra, miramos desconcertados como la muerte desbarata nuestros planes, amenaza la dicha y nos separa de aquellos que nos aman.
Sin embargo, para los cristianos hay un sepulcro que no es fin sino comienzo, no es sombra sino luz, no es separación sino compañía, no es dolor sino gozo.
Cuando nos damos un baño de tumba en el sepulcro de Cristo, toda nuestra vida, las penas, las tragedias, los pecados, la propia muerte, adquieren otra forma de ser.
Muchos de nosotros somos cristianos de “ sepulcro vacío”. Nuestra Fe en la Resurrección es teórica:
nunca nos hemos encontrado personalmente con Jesucristo Resucitado, porque nunca hemos salido a buscarlo.
Y un cristianismo hueco se muestra en una vida de hogar sin entusiasmo, en un trabajo rutinario, en un continuo temor a la muerte.
Busquemos afanosamente a Jesús. A veces no es fácil hallarlo. Tiene la propiedad de pasar desapercibido.
María Magdalena lo confunde con el jardinero. Los apóstoles en el lago creen que es un fantasma. Los de Emaús lo toman por un peregrino. Pero hay un signo que nunca nos engaña: lo reconoceremos al partir el pan.
Si caminamos con Él podremos compartir su mesa, presentarle nuestras incertidumbres, mirar las cicatrices de los clavos, tocar sus manos y sus pies y recibir la fuerza de su espíritu.
Entonces, amanecerá sobre nuestra vida un gozo indescriptible y podremos anunciarle al mundo de hoy:
¡Hemos visto al Señor que ha resucitado de entre los muertos!