Entrada triunfal en Jerusalén

No viene a caballo como un centurión romano, ni sobre el camello de los soberanos de Oriente. Sino entra con humildad, sencillez y mansedumbre.

No viene a guerrear sino a perdonar, no llega a triunfar sino a servir.

Cristo es amigo de los pobres, de los que no tienen respeto humano para aclamarlo por las calles y arrojar al suelo sus mantos.

Pero tal vez nosotros nos hemos soñado de un cristianismo de élites, únicamente para letrados o ilustres. Hemos despreciado la religión popular por sentimental y poco teológica.

La Fe exige además expresiones externas. No basta creer a solas, en la propia conciencia o en la intimidad del hogar.

La Fe necesita airearse, celebrarse en comunidad, resonar en los signos visibles...
Y nos hemos quejado porque alguna procesión nos interrumpe cuando vamos de paseo. Y nos da pena que los amigos sepan que vamos a misa.

Dios se deja querer del pueblo Judío. No importa si dentro de poco ellos mismos griten ante Pilato: crucifícalo.

El Señor no rechaza esta ovación, la aprueba y la acepta. Nos conoce muy bien y para el Viernes Santo ya nos tiene preparada una excusa:
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Al comprender ésto busquemos a Dios, aunque probablemente volvamos a fallar. Los Sacramentos no se dan como premios, sino como remedio ante nuestras culpas.

A los creyentes nos toca responder si tienen alguna validez para nuestra existencia, la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Señor.