La verdadera alegría no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Y yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar (Juan 16, 22). Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor, sabernos en todo momento hijos de Dios.
En la Última Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esa alegría profunda del cristiano . El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo, que si se diera, necesitaría de un remedio urgente. El alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan preciado. Por lo tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortificando nuestros caprichos y egoísmos. Esta lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud y alegría que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia.
Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace. Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en nuestra actitud cordial.
Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen, "abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección; sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocamos como causa de nuestra alegría".