Hambre de santidad

Jesús quiso enseñar a sus discípulos que Dios había venido al pueblo judío con hambre de frutos de santidad y solamente había encontrado prácticas exteriores sin vida, sin valor. También aprendieron que todo tiempo debe ser bueno para dar frutos. No podemos esperar circunstancias especiales para santificarnos. Dios se acerca a nosotros buscando buenas obras en la enfermedad, en el trabajo ordinario, cuando hay exceso de quehaceres, en el tiempo ordenado y tranquilo, en vacaciones, en el fracaso: en todas las circunstancias, porque Él nos da las gracias convenientes.

La vida interior del cristiano, si es verdadera, va acompañada de frutos: obras externas que aprovechan a los demás. Obras son amores y no buenas razones. No olviden que, si se quiere, todo sale: Dios no niega su ayuda al que hace lo que puede. La vida interior que no se manifiesta en obras concretas, se queda en mera apariencia, y necesariamente se deforma y muere. Si crece nuestra intimidad con Cristo es lógico que mejoren nuestro trabajo, el carácter, el modo de tratar a los que están cerca de nosotros, las virtudes de convivencia: la cordialidad, el optimismo, el orden, la afabilidad. Son frutos que el Señor espera de nosotros. El amor, para crecer, para sobrevivir, necesita expresarse en realidades.

Por falta de vida interior se da lugar al activismo. Allí no existe más que una obra puramente humana, sin relieve sobrenatural, quizá consecuencia de la ambición o del afán de figurar. El otro extremo, también funesto es la pasividad. Examinemos hoy nuestra vida y veamos si podemos presentar al Señor frutos maduros, realidades hechas con un sacrificio alegre. Acudamos a la Virgen quien nos enseñará a dar frutos de apostolado.