El Señor explica una parábola en el Evangelio (Lucas 12, 13-21) sobre un hombre rico que obtuvo una gran cosecha, hasta el punto que no cabía en sus graneros. Su horizonte se reducía a administrar la abundancia, en comer y beber. Se olvidó de la inseguridad aquí en la tierra y su brevedad.
Dios se presentó de improviso en la vida de este rico labrador y lo llamó a cuentas. La necedad de este hombre consistió en haber puesto su esperanza, su fin último y la garantía de su seguridad en algo tan frágil y pasajero como los bienes de esta tierra, por abundantes que sean. El amor desordenado ciega la esperanza en Dios, que se ve entonces como algo lejano y falto de interés. La legítima aspiración de tener lo suficiente para la vida y la familia, no deben confundirse con el afán de tener más a toda costa.
Nuestro corazón ha de estar en el Cielo, y la vida es un camino que hemos de recorrer.
La Sagrada Escritura nos amonesta con frecuencia a tener nuestro corazón en Dios (1 Pedro 1, 13). San Pablo afirma que la avaricia está en la raíz de los males (1 Timoteo 6, 17). El desorden en el uso de los bienes materiales puede provenir de la intención, cuando se desean las riquezas como si fueran bienes absolutos; de los medios que se emplean para adquirirlas, con posibles daños a terceros, a la propia salud, a la atención que requiere la familia.
También el desorden se manifiesta en la manera de usar de ellas: solamente en provecho propio, sin dar limosna. El amor desordenado a los bienes materiales es un fuerte obstáculo para seguir al Señor. El desprendimiento y el recto uso de lo que se posee, es un medio para disponer el alma a los bienes divinos. Si estamos cerca de Cristo, poco nos bastará para andar por la vida con la alegría de los hijos de Dios. Lejos de Él, nada bastará para llenar un corazón siempre insatisfecho.
Cristo nos enseña continuamente que el objeto de la esperanza cristiana no son los bienes terrenos. Cristo mismo es nuestra única esperanza. Nada más puede llenar nuestro corazón, y junto a Él encontraremos todos los bienes prometidos, que no tienen fin. Los mismos medios materiales pueden ser objeto de la virtud de la esperanza en la medida que sirvan para alcanzar el fin humano y sobrenatural del hombre: No los convirtamos en fines.