
En la Última Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en gozo. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esa alegría profunda del cristiano . El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo, que si se diera, necesitaría de un remedio urgente. El alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan preciado. Por lo tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortificando nuestros caprichos y egoísmos. Esta lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud y alegría que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia.
Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace. Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado. Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en nuestra actitud cordial.
Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen, "abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección; sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocamos como causa de nuestra alegría".