hacer el esfuerzo


Ante defectos que nos parecen insuperables, frente a metas apostólicas que se ven excesivamente altas o difíciles, el Señor pide esta misma actitud: confianza en Él, manifestada en el uso de los recursos sobrenaturales, y en poner por obra aquello que está a nuestro alcance y que el Maestro nos insinúa en la intimidad de la oración o a través de la dirección espiritual.

Si nos empeñamos, la gracia realiza maravillas con nuestros esfuerzos que parecen poca cosa. Las virtudes se forjan día a día, la santidad se labra siendo fieles en lo menudo, en lo corriente, en acciones que podrían parecer irrelevantes, si no estuvieran vivificadas por la gracia.


La tibieza paraliza el ejercicio de las virtudes, mientras que éstas con el amor cobran alas. La tibieza hace que parezcan irrealizables los más pequeños esfuerzos. La persona tibia piensa que, aunque el Señor le pide que extienda su mano, ella no puede. Y, como consecuencia, no la extiende... y no se cura.

La caridad se afianza en actos que parecen de poco relieve: hacer buena cara, sonreír, crear un clima amable alrededor aunque estemos cansados, evitar esa palabra que puede molestar. Los defectos arraigados ( pereza, envidia), se vencen, tratando de vivir la escena evangélica y recordando el mandato de Cristo: Extiende tu mano.

Un día le preguntaron a Santo Tomás, hombre de pocas palabras, qué es lo que se necesitaba para ser santos; él contestó: QUERER.


La dirección espiritual se engarza con la íntima acción del Espíritu Santo en el alma, que sugiere de continuo esos pequeños vencimientos que nos ayudan eficazmente a disponernos para nuevas gracias. La santidad no es para gente excepcional, el Señor nos llama a todos: a la atareada ama de casa, al empresario, al estudiante, a la dependienta de unos grandes almacenes o a la que está al frente de un puesto de verduras. El Espíritu Santo nos dice a todos: ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación.