Jesús, nos hace esta pregunta: ¿Quieres que te ayude a vencer este o aquel defecto? ¿Quieres que te dé alas para volar en la vida interior, es decir, gracia para que puedas amarme más? Parece mentira, pero a veces no nos interesa. No nos interesa enterarnos más; no nos interesa
comprometernos más; no nos interesa que nos ayude Jesús tanto, no sea que se nos complique la vida más de lo que ya la tenemos.
Cuánta gente podría decir lo mismo: Jesús, no tengo a nadie que me eche una mano, que me ayude en mis necesidades espirituales: nadie que me oriente; nadie que me dé un buen consejo; nadie que me apoye cuando lo estoy pasando mal. ¿Puede quejarse así alguien de los que están a
mi alrededor? Tenemos que abrir bien los ojos, para que nadie de los que nos rodean pueda quedarse sin nuestro cariño, sin nuestra ayuda, sin nuestra palabra de cristianos.
Hay una sola enfermedad mortal, un solo error fatal: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios. Si falta ese esfuerzo personal, el alma se paraliza y yace sola, incapaz de dar frutos... -Con esa cobardía, obliga la criatura al Señor a pronunciar las palabras que Él oyó del paralítico, en la piscina probática: ¡no tengo hombre! -¡Qué vergüenza si Jesús no encontrara en nosotros el hombre, la mujer; que espera!
Jesús, nos necesita para meternos en la vida de muchos. Ha querido que sean sus apóstoles de cada tiempo los que siembren, con su ejemplo y con su palabra, la doctrina del Evangelio. Y para ello necesita nuestra santidad. La manera de enseñar algo con autoridad es practicarlo antes de enseñarlo, ya que la enseñanza pierde toda garantía cuando la conciencia contradice las palabras.
No podemos quedarnos parados con una vida interior incapaz de dar fruto. No queremos que Jesús nos diga: No tengo a nadie que me ayude.
Tenemos que ayudar. Y para eso, no podemos conformarnos con la derrota, sino que hemos de saber luchar con espíritu de hijo de Dios, con esfuerzo personal.
Jesús nos ayuda siempre a levantarnos de nuestras derrotas, a volver a luchar. Él nos necesita apostólico, lleno de fuerza espiritual. Es muy cómodo quedarse ahí tirado, sin querer moverse, ni levantarse, ni seguirlo. Pero de nuevo se acerca y nos vuelve a preguntar: ¿Quieres que te ayude? Si queremos lo oiremos diciéndonos: "Levántate, y camina".