Cuando Moisés le expone al Señor su incapacidad para presentarse ante el Faraón y liberar de Egipto a los israelitas, el Señor le dice: Yo estaré contigo (Génesis 3, 12). El Señor promete a los Apóstoles que serán revestidos por el Espíritu Santo de la fuerza de lo alto (Lucas, 24, 49).
La virtud sobrenatural de la fortaleza, la ayuda específica de Dios, es imprescindible al cristiano para luchar y vencer contra los obstáculos que cada día se le presentan en su pelea interior por amar cada día más al Señor y cumplir sus deberes. Y esta virtud es perfeccionada por el don de fortaleza, que hace prontos y fáciles los actos correspondientes.
Dios no pide a sus hijos más que la buena voluntad de poner todo lo que está de su parte, para llevar Él a cabo maravillas de gracia y misericordia. Nada parece entonces demasiado difícil, porque todo lo esperamos de Dios, y no ponemos la confianza de modo absoluto en ninguno de los medios humanos que habremos de utilizar, sino en la gracia de Dios.
Este don produce en el alma dócil al Espíritu Santo un afán siempre creciente de santidad, que no mengua ante los obstáculos y dificultades. Sobre ésto dice Santa Teresa: "importa mucho, y el todo, una grande y muy grande determinación de no parar hasta llegar a la santidad, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájase lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo".
El martirio es el acto supremo de la fortaleza, y Dios lo ha pedido a muchos fieles a lo largo de la historia de la Iglesia; sin embargo, lo ordinario será que espere de nosotros el heroísmo en lo pequeño, en el cumplimiento diario de los propios deberes.
Fortaleza interior que nos facilite el olvido de nosotros mismos, para mortificar el deseo de llamar la atención, para servir sin que se note, para vencer la impaciencia, para mortificar la imaginación
rechazando pensamientos inútiles, para enfrentar los problemas y dificultades. Este don se obtiene con humildad, aceptando las propias flaquezas, y acudiendo al Señor en la oración y los sacramentos.
El Espíritu Santo es un Maestro dulce y sabio, pero también exigente, porque no da sus dones si no estamos dispuestos a pasar por la Cruz y a corresponder a sus gracias.