Nuestra deuda con Dios

Adeudamos tanto a Dios que nos es imposible pagarle, somos unos deudores insolventes. La lista de beneficios que nos otorga es incontable: nos creó con preferencia a muchos otros, nos dio una alma inmortal, irrepetible, destinada, junto con nuestro cuerpo, a ser eternamente feliz en el Cielo.

Le debemos la conservación en la existencia, pues sin Él volveríamos a la nada, las cualidades del cuerpo y del espíritu, la vida y todos los bienes que tenemos. Por encima de este orden natural, estamos en deuda con Él por el beneficio de la Encarnación de su Hijo, por la Redención, por la filiación divina. Le debemos el don inmenso de ser hijos de la Iglesia, por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, por la Comunión de los Santos, por los beneficios de los Santos que ya están en el Cielo, de los Ángeles. Y agradecerle porque nos dio a Nuestra Madre, La Santísima Virgen.

Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo... le dice el siervo a su Rey cuando quiso arreglar cuentas con él (MATEO, 18, 23-25). Con Cristo, unidos a Él, podemos decir: todo te lo pagaré. La Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios. Acudimos diariamente a la santa Misa con ánimo agradecido, y le decimos a Dios Padre en unión con Jesucristo: ¡Qué bueno eres Padre! ¡Gracias por todo! Por aquellos bienes que contemplo a mi alrededor y por esos otros, aún mayores, que Tú me das y que ahora están ocultos a mis ojos.

Gracias siempre y en todo lugar... Debemos ser agradecidos con Dios en todo momento y circunstancia aún cuando nos cueste entender algún acontecimiento, porque un golpe, cuando viene de un Padre, es también prueba de Amor, "porque quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección".

Esta actitud agradecida con Dios debemos trasladarla a nuestra vida corriente, para mostrarnos agradecidos por tantos servicios que recibimos en nuestra vida familiar y social.

Como también hemos contraído deudas con Dios por nuestros pecados y faltas de correspondencia, quiere que perdonemos las ofensas que los demás puedan hacernos, que en realidad son pequeñeces en relación con nuestras ofensas a Dios. Cuando perdonamos y olvidamos, imitamos al Señor, pues nada "nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón".