La fe es un don divino; sólo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad. Nosotros acudimos a la compasión y misericordia divinas: ¡Señor, ayúdanos, ten compasión de nosotros!.
Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!
Aquellos que se cruzaron con Jesús por caminos y aldeas, vieron los que sus disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a Jesús a través de los ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! Muchos contemporáneos se negaron a creer en Jesús porque no eran de corazón bueno, porque sus obras eran torcidas, porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad recta. La Confesión frecuente de nuestras faltas y pecados nos limpia y nos dispone para ver con claridad al Señor aquí en la tierra; es el gran medio para encontrar el camino de la fe, la claridad interior necesaria para ver lo que Dios pide.
Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les ayudamos para que se acerquen al sacramento del perdón. Es de experiencia común que muchos problemas y dudas se terminan con una buena Confesión; el alma ve con mayor claridad cuanto más limpia está y cuantos mejores son las disposiciones de su voluntad.