
El trabajo no fue un castigo, ya que el hombre fue creado ut operaretur. El trabajo es un medio por el que el hombre se hace partícipe de la creación, y por tanto, no sólo es digno, sino que es un instrumento para conseguir la perfección humana y la perfección sobrenatural.
Para el cristiano, el trabajo bien acabado es ocasión de un encuentro personal con Jesucristo, y medio para que todas las realidades de este mundo estén informadas por el espíritu del Evangelio.
El trabajo negligente ofende en primer lugar la propia dignidad de la persona y la de aquellos a quienes se destinan los frutos de esa tarea mal realizada.
El gran enemigo del trabajo es la pereza.
Quienes queremos imitar a Cristo debemos esforzarnos por adquirir una adecuada preparación profesional, que luego continuamos en el ejercicio de nuestra profesión u oficio. Miremos a Jesús mientras realiza su trabajo en el taller de José, y preguntémonos hoy si se nos conoce en nuestro amiente por el trabajo bien hecho que realizamos.
El prestigio profesional tiene repercusiones inmediatas en las personas a quienes tratamos, pues cuando tratamos de acercarlas a Dios, nuestra palabra tendrá peso y autoridad. Junto al prestigio profesional, el Señor nos pide otras virtudes: espíritu de servicio amable y sacrificado, sencillez y humildad, y serenidad, para que la tarea intensa no se convierta en activismo.
El trabajo intenso no debe llenar el día de tal manera que ocupe el tiempo dedicado a dios, a la familia, a los amigos..., sería un síntoma claro de que no nos estamos santificando y solamente nos buscamos a nosotros mismos.