El Señor, que había hecho al hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1, 27), quiso que participase en su poder creador, transformando la materia, descubriendo los tesoros que encerraba, y que plasmase la belleza en obras de sus manos.
El trabajo no fue un castigo, ya que el hombre fue creado ut operaretur. El trabajo es un medio por el que el hombre se hace partícipe de la creación, y por tanto, no sólo es digno, sino que es un instrumento para conseguir la perfección humana y la perfección sobrenatural.
Para el cristiano, el trabajo bien acabado es ocasión de un encuentro personal con Jesucristo, y medio para que todas las realidades de este mundo estén informadas por el espíritu del Evangelio.
El trabajo negligente ofende en primer lugar la propia dignidad de la persona y la de aquellos a quienes se destinan los frutos de esa tarea mal realizada.
El gran enemigo del trabajo es la pereza.
Quienes queremos imitar a Cristo debemos esforzarnos por adquirir una adecuada preparación profesional, que luego continuamos en el ejercicio de nuestra profesión u oficio. Miremos a Jesús mientras realiza su trabajo en el taller de José, y preguntémonos hoy si se nos conoce en nuestro amiente por el trabajo bien hecho que realizamos.
El prestigio profesional tiene repercusiones inmediatas en las personas a quienes tratamos, pues cuando tratamos de acercarlas a Dios, nuestra palabra tendrá peso y autoridad. Junto al prestigio profesional, el Señor nos pide otras virtudes: espíritu de servicio amable y sacrificado, sencillez y humildad, y serenidad, para que la tarea intensa no se convierta en activismo.
El trabajo intenso no debe llenar el día de tal manera que ocupe el tiempo dedicado a dios, a la familia, a los amigos..., sería un síntoma claro de que no nos estamos santificando y solamente nos buscamos a nosotros mismos.