No debemos sorprendernos por las dificultades, de un signo u otro; son algo de lo que podemos sacar mucho bien. Debemos entender en lo más íntimo de nuestra alma que Jesús está muy cerca de nosotros para ayudarnos, con más gracias, para madurar las virtudes y para que el apostolado dé su fruto. En esas ocasiones, Dios desea purificarnos como al oro en el fuego, de la misma manera que el fuego lo limpia de su escoria, haciéndolo más auténtico y preciado.
Cuando el ambiente se aleja más de Dios, deberemos sentir como una llamada del Señor a manifestar con nuestra palabra y con el ejemplo de nuestra vida que Cristo resucitado está entre nosotros, y que sin Él se desquician el mundo y el hombre. Cuanto mayor sea la oscuridad, mayor es la urgencia de la luz. Deberemos luchar entonces contra corriente, apoyados en una viva oración personal, fortalecidos por la presencia de Jesucristo en el sagrario.
La contradicción nos lleva a purificar bien la intención, realizando las cosas por Dios, sin buscar recompensas humanas. No olvidemos que una misma dificultad tiene distinto efecto según las disposiciones del alma: el bien que hemos de alcanzar es un bien arduo, difícil, que exige de nuestra parte una correspondencia decidida, llena de fortaleza. Y solamente lo lograremos muy cerca del Señor.
La unión con Dios a través de las adversidades, de cualquier género que sean, es una gracia de Dios que está dispuesto a concedernos siempre; pero como todas las gracias, exige el ejercicio de la propia libertad, nuestra correspondencia, el no desechar los medios que pone a nuestro alcance; de modo singular abrir el alma en la dirección espiritual si en alguna ocasión la Cruz nos pareciera más pesada. El Señor nos espera en el sagrario para animarnos siempre, y para decirnos que lo más pesado de la Cruz lo llevó Él, camino al Calvario. Y al pie de la Cruz, su Madre, nuestra Madre.