El cristiano debe ser un buen ciudadano

Del Evangelio podemos aprender que, si queremos imitar al Maestro, hemos de ser buenos ciudadanos que cumplen sus deberes en el trabajo, en la familia, en la sociedad: pago de impuestos justos, voto en conciencia, participación de las tareas públicas.

Sin ser del mundo, sin ser mundanos, los primeros cristianos rechazaron costumbres y modos de conducta incompatibles con la fe, pero jamás se sintieron extraños a la sociedad a la que por derecho propio pertenecían. Los Apóstoles recordarían en su predicación aquellas parábolas que les vinculaban al corazón de la sociedad humana: la sal que preserva de la corrupción, la levadura que fermenta la masa, la luz, que ha de brillar ante la gente.

Los primeros cristianos fueron ciudadanos ejemplares, su actitud en las épocas de persecución no fue ni agresiva ni miedosa, sino de serena presencia; obedecían a las leyes civiles justas no sólo por temor al castigo, sino también a causa de la conciencia (Romanos 13, 5). Hoy podemos preguntarnos en nuestra oración si se nos conoce por ser buenos ciudadanos.

No pueden ser buenos cristianos quienes no son buenos ciudadanos. El cristiano no puede estar contento si sólo cumple sus deberes familiares y religiosos; ha de estar presente, según sus posibilidades, allí donde se decide la vida del barrio, del pueblo o de la ciudad; su vida tiene una dimensión social y aún política que nace de la fe y afecta el ejercicio de las virtudes, a la esencia de la vida cristiana.

Si somos ciudadanos que cumplen ejemplarmente todos sus deberes, podremos iluminar a muchos el camino que lleva a seguir a Cristo. Somos ciudadanos de pleno derecho que cumplen y ejercitan sus derechos, y no se esconden ante las obligaciones de la vida pública. Debemos ser sal, levadura y luz.