LA PATERNIDAD DE DIOS
Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre, nos habla a lo largo del Evangelio, de la cercanía de Dios en la vida de los hombres y de su amorosa paternidad. Son incontables las veces que Jesús da a Dios el título de Padre en sus diálogos íntimos y en su doctrina a las muchedumbres. Habla con detenimiento de su bondad como Padre: retribuye cualquier pequeña acción, pondera todo lo bueno que hacemos, incluso lo que nadie ve, es tan generoso que reparte sus dones sobre justos e injustos, anda siempre solícito y providente sobre nuestras necesidades.
Nosotros, por nuestra limitación humana, no conocemos del todo hasta qué extremos está Dios con nosotros en todos los momentos de la vida. Esta cercanía se hace especialmente próxima cuando Dios ve que estamos recorriendo el camino hacia la santidad. Siempre está con nosotros como un Padre que cuida a su hijo pequeño.
Ser hijos de Dios no es una conquista nuestra, no es un progreso humano, sino un don divino, don inefable que hemos de considerar y de agradecer frecuentemente todos los días. La filiación divina será fundamento de nuestra alegría y de nuestra esperanza al realizar la tarea que el Señor nos ha encomendado. Aquí está nuestra seguridad ante los posibles temores y angustias: Padre, Padre mío. "Llámale Padre muchas veces al día, y dile a solas, en tu corazón que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo".
Dios Padre nos ve cada vez más como hijos suyos en la medida que nos parecemos a su Hijo Jesucristo: si procuramos trabajar como Él, si tratamos con misericordia a nuestros hermanos los hombres, si reparamos por los pecados del mundo, si somos agradecidos como lo era Jesús.
La gracia santificante, que recibimos en los sacramentos y a través de las buenas obras, nos va identificando con Cristo y haciéndonos hijos en el Hijo, pues Dios Padre tiene un solo Hijo, y no cabe acceder a la filiación divina más que en Cristo, unidos e identificados con Él, como miembros de su Cuerpo Místico: vivo yo; pero ya no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en mí, escribía San Pablo a los Gálatas. Mientras más nos identificamos con el Señor, vamos creciendo en el sentido de la filiación divina.