Es muy difícil que alguien pueda guiarse a sí mismo en la vida interior. Si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: Él no dejará de darnos este gran bien. Si ya la encontramos, hemos recibido una gracia muy grande.
En la dirección espiritual vemos a esa persona, puesta por el Señor, que conoce bien el camino, a quien abrimos el alma y hace de maestro, de médico, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se refieren. Nos señala los posibles obstáculos, nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia; nos anima siempre, ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en el alma hambre y sed de Dios, que la tibieza siempre en acecho, querría apagar.
La dirección espiritual ha de moverse en un clima sobrenatural: buscamos la voz de Dios. En la oración debemos discernir quien es el buen pastor, pues existen muchos guías ciegos que más que ayudar nos llevarían a tropezar y a caer. El sentido sobrenatural con el que acudimos a la dirección espiritual evitará también el andar buscando un consejo que favorezca el propio egoísmo, que acalle precisamente con su presunta autoridad el clamor de la propia alma; e incluso que se vaya cambiando de consejero hasta encontrar al más benévolo.
Esta tentación puede ocurrir especialmente en materias más delicadas que exigen sacrificio, en las que quizás no se está dispuesto a cambiar, en un intento de adecuar la Voluntad de Dios a la propia voluntad.
La dirección espiritual nos ayuda a tener una lucha ascética alegre, y requiere de nosotros tres virtudes: Constancia, también cuando haya más dificultades por exceso de trabajo, o por dificultades internas como pereza, soberbia, o desánimo porque las cosas van mal. Basta recordar que un cuadro se realiza pincelada a pincelada, y que poco a poco el Espíritu Santo construye el edificio de la santidad.
También necesitamos de sinceridad sin disimulos, exageraciones o medias verdades, y docilidad. El soberbio es incapaz de ser dócil, porque para aprender y dejarse ayudar es necesario que estemos convencidos de nuestra poquedad. Acudamos a Santa María para ser constantes en la dirección de nuestra alma, y ser sinceros, abriendo el corazón del todo, y dóciles, como el barro en manos del alfarero.